domingo, 30 de diciembre de 2007

55. La chispa.

Francisco y Ernesto se acercaron con su “guía” a la fábrica abandonada. El conductor, primero reticente, comenzó a contestarles cada una de las preguntas que le hacían. Así supieron que adentro estarían probablemente un hombre cuyo apellido era desconocido para todos, el Motociciclista, Dalma, un custodio y no mucho más que el de seguridad de la entrada.

-Ahora vuelve a la avenida –le dijo Francisco al hombre- Al llegar le dijo -Bájate y vete. Puedes volver a la fábrica en dos horas. Dirás que te robamos el auto y te dejamos aquí. Si regresas antes de tiempo diremos que nos trajiste hasta aquí y te matarán. Ya sabes como son tus patrones. El hombre no dijo nada y se alejó.
Francisco arrancó el auto. Ernesto lo miraba atónito hasta que no aguantó más y le dijo. -¡Va a volver y se va a unir a los demás contra nosotros!
-No lo creo. No traía arma. Era un fisgón solamente. No hay cuidado. Olvídate de él. Ahora hay pensar en como entrar y qué hacer contigo…
-¡Eh! Yo quiero buscar a Martín. Puedo pelear si hacer falta.
Francisco pensó que el muchacho parecía fuerte pero que no sabía disparar… y eso era lo que necesitaba. No le iba a dar su segunda pistola. Ese chico no podría tener más de veinte años a pesar de su aspecto.
-Está bien, pero tienes que hacer exactamente lo que te diga. Esto no es paintball, puedes morir de veras.
-Ya Lo sé. Pero usted está solo contra toda esa gente de adentro y podría necesitarme.
Era verdad. Estaba solo pero no quería arriesgar otra vida que no fuera la suya. De todos modos sabía que podría necesitarlo –Está bien, pero tienes que hacer cuanto te diga. ¿Entendido? – le dijo con cara de no poder hacer otra cosa.
-Entendido –contestó Ernesto de inmediato.

Martín y Dalma llegaron a la casa. Había dos patrulleros en la puerta y policías tocando el timbre. Nadie les había respondido. Se presentó, dijo que vivía allí y pidió que llamaran de inmediato el jefe del destacamento. Saltó la puerta del jardín y buscó la llave escondida en un agujero de desagüe, detrás de unas plantas. Necesitaba entrar y ver si Mariana o Lucía estaban allí… bien… Dalma esperaba fuera, mirando todo el movimiento. Estaba preocupada por su hijo.
Martín subió las escaleras -¡Mariana! ¡Lucía! –gritó, pero nadie le respondió. La casa estaba vacía. Llamó a lo de Carmen y la que contestó el teléfono fue… Lucía. Le volvió el alma al cuerpo. La alegría de ese momento fue como una chispa brillante en medio de la oscuridad. Ella le contó que Mariana estaba bien, lo que había pasado con Sonia y que Eduardo estaba en el hospital, pero que no estaba grave. Martín sintió una mezcla de alegría y emoción al terminar de escuchar que su familia estaba bien. Eduardo no, pero el Gordo era muy fuerte. Deseó darle un abrazo a su amigo por lo que había hecho pero no tenía tiempo. Antes de cortar le dijo a Lucía que no se moviera de su casa.
El jefe del destacamento de policía local tocó la puerta abierta de su escritorio. Martín lo hizo pasar.
Lucía no pensaba hacerle caso a su padre y tomó las llaves del auto de Carmen. Les pidió a Lola y a su Novio Lucas que la acompañaran. Les dijo que se trataba de algo importante. Lucas manejó y fueron para la casa. Quería estar con su padre.

Francisco no tardó más que tres minutos en saludar al guardia de la garita, tomarle el brazo y doblárselo por detrás de la espalda, atarlo, amordazarlo y colocarlo en el baúl del auto. Todo ante la mirada incrédula de Ernesto. Lo hizo limpiamente y sin golpes. –Disculpe usted, no es nada personal– le dijo al hombre, antes de cerrar la tapa del baúl del coche en donde lo metió.
Fueron a la puerta de la cocina por la que habían salido Martín y Dalma. Francisco preparó su pistola. No había nadie vigilando. Francisco no entendía que había pasado con la gente que se suponía que debía estar allí. Vieron luz en la oficina de arriba. Asomándose sólo alcanzaron a distinguir brevemente a un hombre con aspecto de guardaespaldas que hablaba con otra persona a quien no divisaban. Vieron una celda con señales de haber sido usada.
No podían acercarse desde otro lado. Tendrían que subir la escalera.
-Ernesto quédate aquí. Que no te vean.
-No haré demasiado quedándome aquí. Usted no sabe qué puede haber allí arriba. Francisco recordó las veces que había hecho cosas parecidas en las selvas de su país. Algunas le habían salido bien, de otras conservaba algunas cicatrices todavía… No tenía opción. Su instinto le decía que tenía que subir a aquel lugar. No sabía la sorpresa mayúscula con la que se encontraría en el piso de arriba.


Carlos llegó a alcanzar la camioneta del motociclista. Al acercarse le hizo un juego de luces con los potentes faros de su auto. El hombre aminoró la marcha, pero al ver los gestos del abogado para que se detuviera, aceleró más.
Al llegar a un semáforo rojo Carlos bajó del auto y se acercó a la puerta de la camioneta -¡No sigas! ¡Volvé! -le dijo.
El motociclista lo miró con desprecio pero ni siquiera se tomó el trabajo de contestarle. Carlos trató de abrir la puerta de la camioneta. Estaba trabada con seguro. El hombre le mostró la pistola y le hizo un movimiento con la cabeza cuyo significado equivalente en palabras sería “ni te atrevas”.
Al cambiar la luz, el Motociclista arrancó y Carlos volvió a subir a su auto. Aquello ya se había convertido en una persecución, no del bueno contra el malo sino entre dos hombres del mismo bando pero con dos puntos de vista bastante distintos en cuanto a las soluciones a aplicar. Uno de ellos bastante más radical que el otro, por lo que se estaba viendo.
El Porsche se cruzaba por delante de la camioneta con bastante facilidad pero en aquella avenida no era fácil que ambos autos se mantuvieran cerca. Así siguieron un buen trecho hasta que llegaron a un cruce por sobre el Acceso Norte, que corría paralelo a la calle colectora por la cual conducían. El motociclista dobló a toda velocidad para tomar el puente pero Carlos aceleró para cortarle el paso por la derecha, del lado de la baranda metálica. La sonrisa que se dibujaba en el rostro del motociclista era parecida a aquella que había tenido cuando vio sufrir a Martín por la supuesta muerte de Lucía. Esperó que el auto se acercara y dio un volantazo a su derecha embistiendo al Porsche azul que por su propia aceleración, sumada a la del impacto, golpeó la baranda metálica atravesándola y cayendo al vacío.

Nadie sabrá jamás qué pensamientos pasaron por la cabeza de Carlos antes de que su hermoso Porche 911 azul se estrellara contra el pasto del basamento de aquel puente muriendo instantáneamente. Pero si se nos permite saber que no fueron de odio.

El oficial de policía de la provincia escuchó la historia que, con prudencia y omitiendo bastantes detalles, le contó Martín, cuyo objetivo era ver si estos policías también estaban implicados con aquellos delincuentes, como Ortega.
-Lo que dice es bastante serio y vamos a necesitar pruebas, como usted comprenderá.
Antes de que Martín pudiera contestar Ortega apareció en el escritorio.
-Si, Martín, me parece que va a tener que mostrar alguna prueba de lo absurdo de sus acusaciones. Este hombre está un poco confundido seguramente. Debe estar afectado por lo que casi le pasa a su hija hace algunos días. Yo la salvé. Justo pasaba por allí. Pero… ¿Porqué está así vestido y con la camisa manchada? ¿Le pasa algo? Parece que no está en sus cabales…
Martín percibió que efectivamente su aspecto era lamentable, pero en ese momento notó que no tenía más la venda en su cabeza que le había hecho Dalma. En algún momento se le habría caído. La herida de la cabeza no le dolía…

miércoles, 26 de diciembre de 2007

54. El día en el que Martín murió. (Capítulo doble)

En la oficina vidriada elevada, el Motociclista hablaba con hombre que había acompañado a Carlos a ver a Martín el día anterior y le decía -Antes de que venga “el especialista” para hacerlo hablar, déjenme intentar una última cosa.
Dalma le llevó a Martín un café con azúcar y un pan, a modo de desayuno. El lo comió lentamente. La mujer no le habló. Miraba con miedo hacia la oficina en donde estaban aquellos dos hombres reunidos.

Aproximadamente media hora después, el motociclista se acercó a Martín y le dijo -Lo siento mucho. Ya sos responsable por la muerte de tu hija. Espero que no lo vayas a ser por la de tu mujer. Le tiró algo brillante a través de la reja.
La cadena de plata con la rosa blanca esmaltada que Esteban le había regalado a Lucía estaba allí en el piso.
Martín nunca se había enterado, Lucía no se lo había contado, que al tratar de escapar del motociclista había perdido la cadena. Él la había guardado y ahora le estaba sacando un inesperado provecho.
Martín no terminaba de creer lo que acababa de oír y lo que estaba viendo. Del suelo tomó aquella cadena brillante. Estaba manchada de sangre, lo que se notaba especialmente en la rosa blanca.
-Bueno, en realidad no sufrió tanto. Mi especialidad es hacer estas cosas rápido. Probablemente hubiera sido peor de alguna otra forma. ¿Entendés el mensaje ésta vez?
Martín comenzó a gritarle todos los insultos que pudo recordar y todas las maldiciones que apenas sabía, hasta que se quedó sin aliento y sin voz.
Allí ensimismado miraba y palpaba aquella cadena enrojecida que pensaba era un recuerdo de su hija que, para él, ya no estaba viva.
Se sintió morir. Comenzó a maldecirse. Él era el culpable por esto. Su hijita Lucía muerta en las manos de esos criminales pero por su propia culpa. Le faltaba el aire, y terminó sentándose en aquel camastro, mirando incrédulo aquel recuerdo que por momentos parecía irreal.
Dalma, a cierta distancia de la reja, contemplaba el sufrimiento de Martín y también la expresión de gozo procaz, casi obsceno del motociclista que disfrutaba al ver el efecto que su idea había provocado.
Martín murió no una, sino varias veces en ese largo rato. Le avergonzaba pensar en tener que mirar a Mariana a los ojos porque él era culpable y ella aún estaba en peligro. Su racionalidad, su seguro, no había servido de nada. Siempre había querido controlar casi todo en la vida pero esto era la muestra más acabada de lo equivocado que estaba. Había provocado la destrucción de su propia hija y posiblemente la de la mujer que amaba. Pero de inmediato y a pesar de todo, se exigió el no dedicarse a contemplar su propio dolor. ¡Mariana! Su sufrimiento se intensificó al pensar en el de ella… Dos grandes lágrimas cayeron de sus ojos, pero… no permitiría más que el dolor lo paralizara… no mientras pudiera hacer algo por ella. Trató de sacar fuerzas de cualquier parte. Pero no era su fuerza lo que lo iba a mover, era Mariana, ella era todo lo que le quedaba. No permitiría que le pasara lo mismo. Les daría el papel solo a cambio de que la dejaran en paz. Aunque lo mataran a él, aunque se viniera todo abajo o se derrumbara el mundo entero.

El Anónimo se dejó llevar por la tensión que aquella situación absolutamente imprevista le había provocado.
-¡Quién es Sonia Jaramillo Andrade! -gritó confuso.
-Nadie le respondió. Mariana y Sonia se miraban incrédulas.
El Anónimo no veía al custodio que debía estar allí. La sorpresa lo había hecho olvidarse momentáneamente de ese hombre.
-¡Hablen o las mato a las dos! ¡Dónde está el custodio!
Mariana abrazó a Sonia, mirando de frente al asesino. Ella no hablaría, no podía reprocharle a Sonia que callara. Estaba dispuesta a hacerle frente a lo que tuviera que suceder.
Ese momento de duda del Anónimo y sobre todo sus gritos, alertaron a Eduardo que sacó su pistola y se asomó brevemente a la cocina, no podía disparar porque las mujeres se interponían entre él y aquel hombre. Debía hacer algo arriesgado aunque con ello se pondría él mismo en peligro. Tenía que intentarlo.

Martín le dijo a Dalma que llamara al Motociclista o al otro hombre.
Ella, mirando siempre a aquel balcón odiado, desde donde a veces vigilaban, se acercó y le dijo -¡Martín lo de su hija tal vez no sea cierto! ¡Yo los oí hablando en la cocina!
-¿Está segura, Dalma? Por favor, se trata de mi hija y dicen que tienen también a mi mujer.
-Creo que eso también deber ser ment…
De la nada surgió el motociclista que había visto a Dalma hablando con Martín.
Su reacción fue brutal. Le pegó de revés en la cara derribándola mientras le decía -¡Te dije perra que no hablaras con él! ¿Querés que te matemos como a la hija de éste?
-¡Porque no te metés con un hombre! –Martín empezó a provocarlo- ¡Te aprovechás de una mujer más débil físicamente! Ya me parecía que muy hombre no eras… Si… Ya te había visto la cara… Martín notó que la burla provocaba el efecto deseado. Si solo pudiera lograr que se acercara... Y siguió: -¿Sabés lo que hacen en las cárceles con los tipos como vos? ¿Qué te pasa, te vas a poner a llorar como una huerfanita? Mirá, acá tengo un pañuelo… El motociclista había comenzado a ponerse rojo y su mandíbula se proyectaba hacia delante. Era un tipo fuerte y no le tenía miedo al desafío de Martín. Sacó un cuchillo de su cintura y dijo. –Vas a hablar, un poco tajeado pero vas a hablar. Martín vio como abría la celda. Ahora tendría por lo menos una desesperada oportunidad entre mil. Tomó la manta sucia de la cama y se la enroscó en el brazo a modo de defensa. El tipo empezó a acercarse y a blandir su cuchillo. Parecía saber lo que hacía. Martín no sabía como saldría de esa situación, pero no podía seguir allí lamentándose sin hacer nada.

Eduardo gritó desde la puerta -¡Al suelo!- Mariana se arrojó al piso con Sonia, detrás de la mesada, fuera del alcance del Anónimo. Él ahora tenía el campo libre para disparar, pero el Anónimo lo hizo primero. El tiro, casi mudo por el efecto del silenciador, le pegó a Eduardo en el hombro derecho, brazo con el que sostenía la pistola, pero él, antes de caer hacia la pared, alcanzó a disparar. El tiro rozó las costillas del lado izquierdo del Anónimo. Éste último disparo resonó en aquella cocina, su pistola no tenía silenciador. Intentó levantar nuevamente el brazo pero no pudo moverlo.
-Para ser el famoso custodio de los Jaramillo Andrade parecés bastante torpe –le dijo el Anónimo, mientras accionaba el retroceso de la pistola para prepararse a un nuevo disparo, mirando crecer la mancha de sangre de su propia camisa. Eduardo se había recostado sobre la pared y observaba a Mariana como pidiéndole perdón por no haber podido hacer más.

El motociclista asusaba a Martín con el cuchillo mientras le decía ¿Qué tenés para decir ahora bocón? Estoy eligiendo en donde hacerte el tajo. En la lengua no va a ser ¡Ja, ja! Esa parte la necesitamos entera.
-Martín no se amilanó y lo incitaba diciendo: -Probablemente me puedas hacer algo, pero te va a costar. Cuando acabó de decir eso en su rostro de dibujó una casi imperceptible sonrisa. Desde atrás, Dalma, con toda la furia de que fue capaz, golpeó al Motociclista con la silla que estaba fuera de la celda y que Carlos había usado. El hombre se inclinó hacia delante sin emitir sonido. Martín aprovechó y con su rodilla lo golpeó en el mentón. Cayó de espaldas, inconsciente.
-Gracias Dalma. Rápido ¿Cómo salimos?
-Salimos… Yo… mi hijo… -la mujer dudó.
-No tiene sentido quedarse aquí. No después de lo que pasó. Sería fatal para usted. Prometo ayudarla, es lo único que puedo decirle.
-En la playa de estacionamiento hay dos camionetas… siempre dejan las llaves puestas para que las usen todos.
-Martín arrastró el cuerpo del Motociclista al camastro y lo cubrió con la manta sucia tapándole también la cabeza. El hombre no parecía muy maltrecho pero no había tiempo de buscar algo para atarlo.
-¡Cuidado, desde arriba pueden vernos! –dijo Dalma- Parece que hay una reunión. Mi hijo… todavía está en Montevideo… tengo que ponerlo a salvo.
-Primero salgamos de este lugar.

El Anónimo se acercaba para dispararle a Eduardo en la cabeza. El gordo vio pasar toda su vida en un instante ante sus ojos, pero no los cerró. Quería mirar a la muerte a la cara.
Desde fuera de la cocina, Francisco disparó su pistola y alcanzó en una pierna al asesino. Este giró y apuntó la suya pero Francisco le disparó nuevamente en el pecho. El anónimo cayó inerte al suelo.
-No quise matarlo. Nunca quise matar a nadie -dijo el hombre en voz baja.
Se acerco a las mujeres que estaban en estado de shock. Comprobó que ambas estuvieran bien y acercándose a Eduardo lo revisó, rompiéndole la camisa a la altura del hombro pero sin tocar la lesión. -Es superficial. Se va a poner bien –le dijo- Eduardo estaba pálido más por el susto que por la herida -Entonces ¿Por qué no puedo mover el brazo? -dijo con una mueca dolorida.
-Probablemente por el trauma en el deltoides y la reacción de los nervios de la zona. No hay ninguna arteria rota, sino se estaría desangrando. Le dio un pañuelo limpio y le dijo que lo sostuviera presionando la herida.
Francisco pensó como seguir, porque el asunto aún no había acabado.

En el estacionamiento de la fábrica-cárcel había tres camionetas de doble tracción, cerca de la puerta de la improvisada cocina. El lugar parecía transitado porque según le dijo Dalma, como pantalla y para disimular sus movimientos, le habían permitido a una empresa vecina que la utilizaran como playa de maniobra de camiones.

-Usemos cualquiera, le dijo Dalma a Martín, que se extrañó de ver allí el Porsche 911 de Carlos estacionado junto a las tres camionetas.
-Deje que yo maneje. El de seguridad de la entrada me conoce de verme salir a hacer compras y podremos pasar esa guardia sin problemas. Usted escóndase atrás.
A martín le pareció razonable y así lo hizo. Pudieron atravesar la barrera.
-Deje que maneje yo ahora -dijo Martín- ¿En dónde estamos?
-En el partido de Tigre a veinte cuadras del ramal que comunica con la Panamericana.
-Entonces estamos cerca de casa. Tenemos que ir allí primero.
Mientras Martín tomaba el volante, el Motociclista se incorporaba en la cama de la celda. La cabeza parecía latirle y le sangraba la boca. Escupió dos dientes rotos. -¡Me las van a pagar esos dos! -gritó subiendo a la oficina del galpón en donde Carlos y el otro hombre discutían acaloradamente.
-Ahora tenemos que matarlos a todos, nos van a descubrir. El que contratamos para eliminar a la mujer de Jaramillo Andrade no regresó, ni llamó. Hay problemas.
-¿Por qué tenían que hacer algo así justo ahora cuando estábamos a punto de recuperar el papel que nos inculpaba todos? ¿No se dan cuenta que esto es una terrible complicación?
-Los jefes lo ordenaron –dijo el otro hombre.
-¡Los jefes son unos imbéciles! ¡Ahora todo se les fue de las manos y vamos a ir presos! Tal vez nos maten ellos a nosotros antes de que nos atrapen.
-No si puedo evitarlo –dijo el Motociclista incorporándose al grupo.
Los hombres lo miraron y se percataron de su aspecto lamentable.
-¿Dónde está el abogado? Preguntó el hombre que parecía hacer de jefe.
-Se escapó con la mujer esa. Le dije que ella no era de fiar.
-¡Quien tenía que vigilarlo no era ella! ¡Para eso te pagábamos! ¡Vas a responderles con tu vida a los jefes! ¡Lo van a saber ahora mismo!
-Voy a recuperar al papel y traer de vuelta al abogado con su familia. Parece ser su punto débil.
-Pero que sea antes de la noche. Sino llamo a Colombia.
El motociclista se fue caminando hacia el estacionamiento, Carlos lo seguía dubitativo y dijo –No me importa el papel. Lo voy a matar, después de haber liquidado a la mujer y a la hija.
-¡Dejalos en paz! Ya bastante daño hiciste, escapate con lo que te pagaron y desaparecé. No hace falta que mates a nadie.
-Lo voy a hacer, ya es personal. Ese tipo nos arruinó. Deberíamos haber matado a la hija, mejor a la mujer.
-¡No! -dijo Carlos- ¡Dejala en paz!
-No se meta y váyase con sus millones a alguna isla paradisíaca del Caribe que no me gustaría mancharle ese elegante traje con su propia sangre –le dijo desafiante. Voy a necesitar ayuda de la “fuerza pública” Ese policía comprado Ortega puede ayudar. ¿Viene doctor?
-No voy a matar a nadie.
-¿Usted cree que es distinto que la gente como yo? Los abogados se creen que por que no disparan una pistola no matan. Matan con lo que escriben, las mentiras que dicen y con el dinero que esconden. No me haga reír que estoy ocupado.
-No me de lecciones de filosofía que no se las pedí.
-Bueno, ya era hora de que alguien le dijera que no es tan respetable a pesar de su corbata… ¿Es de seda verdad? –el hombre se subía a la segunda camioneta. Me va a gustar matar a la mujer para que sufra el mal nacido ese de su colega ¡Ja, ja, ja! Debería haberlo visto como se puso cuando le dije que había liquidado a la hija. ¡Ja, ja, ja! -El motociclista siguió riendo mientras se alejaba con la camioneta.
Carlos se quedó allí parado y nervioso. Las dudas lo carcomían. No quería cargar con muertes. Mucho menos la de Mariana. No, la de ella no… ¡No! No lo permitiría. Corrió a su auto, las ruedas del Porsche chirriaron en la marcha atrás y cuando salió de la fábrica. Trataría de evitar que ese hombre le hiciera daño a Mariana. Podía alcanzarlo.

No había tiempo que perder. Había que llevar a Eduardo al hospital, pronto llegaría la policía y no sabían en quién podían confiar. –Entonces ¿Entendiste lo que tenés que hacer? –dijo Francisco.
-Si -asintió Ernesto. Miró su reloj y calculó los minutos que habían de pasar.
Francisco sabía que tenía poco tiempo para llegar a su auto. No podía tardar más de veinte segundos porque el hombre que estaba afuera podía escaparse y lo necesitaban. Era el único que los podía llevar a Martín.
Corrió. Abrió la puerta como una tromba, subió a su auto y lo puso en marcha. El conductor del otro coche adivinó la maniobra y encendió el suyo. Francisco le cerró la salida por delante, hacia la calle de la vía. El hombre puso marcha atrás pero desde el portón de la casa, Ernesto salió velozmente con el coche de Martín y lo interpuso al auto que había comenzado a dar marcha atrás. Trató de ir nuevamente hacia delante pero Francisco parado en la calle ya apuntaba su pistola al parabrisas -¡Deténgase y baje del auto ahora o disparo!

El guardia de la casilla vio todo el movimiento y llamó a la policía.
El conductor se dio por vencido y salió del auto diciendo: No me maten, solo me encargaron vigilar esta casa y nada más.
-Bueno, ahora nos va a llevar a donde está el señor Martín –le dijo Francisco.
-Yo no sé… -Francisco quitó el seguro de la pistola y apuntó a la rodilla.
–No va a morir pero va a quedar lisiado de la pierna izquierda de por vida. Usted elige.
-¡OK! ¡ OK! ¡Lo que diga!
Francisco estaba más tenso que de costumbre. La gente de la embajada no llegaba. No podía dejar sola a Sonia y quería buscar a Martín. Le debía la vida.
-¡Tenemos que llevar a Eduardo al hospital! –dijo Ernesto.
Francisco lo sabía y todo eso debía ser antes de que llegara la policía.
Por la calle de la estación aparecieron los dos autos de la embajada. Inmediatamente, Francisco les dio órdenes: uno debía ir con Sonia a la Embajada y llevar a Mariana si lo deseaba y otro al hospital con Eduardo.
Mariana quiso acompañar a Eduardo. Sonia se despidió de ella abrazándola.
-Bueno, señor -dijo Francisco haciendo lo que mejor sabía- llévenos con sus jefes y sobre todo, lléveme con el rehén.
El auto partió hacia la zona de Tigre, más al norte de donde estaban, aproximadamente a veinticinco minutos de camino.

domingo, 23 de diciembre de 2007

53. Números, letras y otras cosas.

En la casa estaban Mariana, Eduardo y Ernesto sin saber bien que hacer. No querían llamar a la policía hasta saber si Martín se había demorado deliberadamente sin avisarles. Decidieron que si a la mañana siguiente no tenían novedades, la llamarían. Eduardo insistió que en que Mariana se quedara esa noche con su familia, llamó a Verónica para avisarle. Allí estaría segura. Ella no quería dejar sola la casa por si Martín se comunicaba. Ernesto se ofreció a quedarse allí y avisarles lo que fuera. Finalmente la convencieron.
Esa noche Mariana durmió muy mal. Y cuando despertó recordó un sueño: Ella escribiendo en un gran pizarrón negro con números y letras en total desorden, hasta que una luz fuerte la sorprendía desde atrás… allí se despertaba. No le prestó demasiada atención. Quiso volver lo más pronto posible a su casa. Ernesto no había llamado… a eso de las siete de la mañana Eduardo y ella salieron. Verónica la saludó con un beso y la abrazó.
-Bueno, dijo Eduardo… creo que tendríamos que llamar a la policía…
-Si… –alcanzó a decir Ernesto.
Mariana estaba muy pensativa… y de pronto se le ocurrió algo –Esperen. Alguno de los dos acompáñeme a la esquina.
Eduardo y Ernesto la miraron con curiosidad. El chico se ofreció. Cruzaron la calle y llegaron a la esquina. Se acercaron a una casilla de vigilancia.
–Cómo le va señora -dijo el vigilador.
-Quería saber si usted había visto ayer a mi marido salir por la mañana…
-Si, lo vi. Se fue caminando por la calle de la vía, para el lado de la estación.
-¿Caminando? Ah… no subió a ningún auto entonces. Eh… quería preguntarle, sé que ustedes ven los movimientos de estas calles… si habían visto algo raro o que les llamara la atención…
-Bueno, ahora que lo dice, hablamos con los muchachos de la guardia que hay un par de autos que se estacionan enfrente de su casa todos los días desde hace como dos semanas y venimos anotando las patentes… Usted sabe que nadie toma nota de esas cosas, nosotros lo empezamos a hacer por seguridad, pero ahora es por diversión. El que acumula más patentes iguales al final de la semana, gana. No hacemos trampa porque…
¿Usted tiene las patentes de esos autos? –lo interrumpió Ernesto.
-Si, una de ellas es la del auto del policía que ayudó a la hija de la señora el día que casi la… bueno… yo pensaba que los estaban custodiando desde antes o algo, porque mire –el hombre les mostró un listado- acá aparece ese mismo auto en los días anteriores a lo de su hija y en los posteriores también.
-¿Me dejaría ver? Le dijo Ernesto. El hombre le señaló la patente del auto del policía. -¿Mariana a qué hora salió Martín ayer? La hora anotada coincidía con la hora de salida de Martín que más o menos Mariana recordaba. Ella relacionó su sueño con las patentes… Blanco sobre negro…
El hombre les dijo -Es más, uno de los dos coches de esas patentes está en este momento frente a su casa. Mariana y Ernesto apenas cruzaron una mirada tratando de disimular su sorpresa y un poco de miedo.
-¿Me puede prestar los listados? Es importante- dijo Mariana.
-Si, como no ¿Pasa algo…?
-Por ahora no, pero si ve algo raro, por favor no deje de avisarnos.
Ernesto guardó esos papeles y trató de disimularlos. Había alguien vigilándolos frente a la casa y el policía aquel… tenía algo que ver, tal vez con la desaparición de Martín también. Caminaron y ella le hizo una broma tonta a Ernesto para que se riera y poder disimular ante el extraño del auto. No alcanzaban a ver el interior, los vidrios eran polarizados. Pero no era el que le recordaban al policía.
Le contaron todo a Eduardo. Tal vez podrían seguir al tipo que estaba afuera, o hacer algo.
En ese momento sonó el timbre. Mariana observó por la mirilla de la puerta ¡Lo había olvidado! Era Francisco, el custodio de Sonia. Había quedado en que ella la acompañaría a ver a un médico conocido suyo hoy, aquella vez que se vieron en la embajada. En realidad con lo de Martín, todo lo demás había pasado a un segundo plano. No supo bien que hacer, le dijo a Francisco que pasara con Sonia.
Al entrar en la casa el custodio inmediatamente se dio cuenta de que Eduardo tenía un arma en su cartuchera debajo del brazo, la pistola de tiro deportivo que había sacado de la caja fuerte del estudio el día anterior y que siempre guardaba allí. Francisco comenzó a acercar su mano derecha hacia su arma. Eduardo notó el movimiento y la actitud de Francisco, pero no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones, por lo que no hizo nada. Ambos se estudiaron la mirada.

El conductor del auto que vigilaba la casa estaba afuera y había llegado más tarde que Mariana y Eduardo, por lo que no los había visto entrar. Tenía que avisar de la llegada del auto de la embajada y sus pasajeros. Llamó por su radio –aquí Romeo, ¿Me escucha Anónimo?
-El Anónimo soy ¿Novedades?
-Tengo al pájaro que buscaba aquí, tiene cuidador también…
-Ah, bien. Llegaré en aproximadamente… quince minutos.
-Rápido, que me parece que se van. No se quiénes están adentro, solo vi a la mujer dueña de casa y a un chico de unos 20 años.

Mariana se dio cuenta de la tensión entre Francisco y Eduardo y dijo a los recién llegados –Ellos son amigos-. Ambos hombres armados se dieron la mano cautamente. Mariana les contó todo lo que estaba pasando. Francisco se preocupó porque allí estaba Sonia, a quien tenía el deber de cuidar aún a costa de su vida. Tomó el teléfono y pidió que urgente vinieran más hombres de la embajada, pero eso tardaría. Les pidió que se estacionaran a la vuelta y no al frente de la casa. Mientras, tendría que pensar algunas cosas. Le preguntó a Mariana por la disposición de la casa y le pidió que le mostrara los posibles puntos de ingreso. Luego los tres hombres empezaron a revisar que todo estuviese cerrado. Ernesto y Francisco subieron al piso de arriba a asegurar las ventanas.
En el piso de abajo Mariana y Sonia estaban en la cocina. Eduardo trababa las ventanas del lavadero, unido a la cocina por un pasillo interior.
Luego de quince minutos exactos, el Anónimo estaba allí. Con ese nombre le conocían. En los treinta y ocho años de edad que tenía había hecho algunos trabajos como ese y otros no menos graves. Más que nada robos y asaltos.
Al verlo llegar, el auto de guardia le hizo un breve juego de luces. El Anónimo estudió cómo podría entrar a la casa mientras miraba la fotografía de la mujer a la que tenía que matar, Sonia Jaramillo Andrade. Luego bajó del auto.
En la puerta de la cocina apareció sigilosamente la figura del Anónimo. Se había arriesgado a entrar por la puerta principal abriéndola con su juego de ganzúas, luego de cerciorarse de que no había nadie del otro lado, mirando por las ventanas laterales y escuchando desde el jardín. No tenía tiempo para perder.
Allí estaba, parado en el marco de la puerta. Miró a las dos mujeres. Se quedó estupefacto. Salvo por la ropa y algún otro detalle, no había casi diferencias entre cada una de ellas y la foto que le habían dado. Tenía sus códigos, no quería matar a ambas, le habían pagado para eliminar solo a una, pero no tenía mucho tiempo… Si era necesario mataría a las dos. Además ambas lo estaban mirando…
Ellas se quedaron paralizadas de terror detrás de la mesada que las separaba de la puerta en donde estaba ese desconocido y la pistola que las apuntaba. Lo habían visto aparecer de improviso. Mudas, sin capacidad de reacción estaban como petrificadas.
El anónimo pensó que todo parecía una broma. Eran exactamente iguales las dos. Jamás le había pasado algo como aquello. Dirigía su pistola con silenciador de una a otra sin decidirse a disparar.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

52. Alejando fantasmas.

Martín miró a Carlos con indiferencia, como si hubiera estado esperando que apareciese en cualquier momento pero no le contestó el saludo.

Venía acompañado con el hombre que había participado en aquella reunión en la empresa de su cliente, al que no le habían presentado y que había dado aquel puñetazo sobre la mesa al no concretarse el acuerdo de venta. Hablaba con Carlos y dijo -Espero que pueda convencerlo de que hable y nos entregue de una vez lo que le pedimos. Si usted lo conoce, tal vez entienda razones. Cuando se fue, Carlos acercó una silla y se sentó frente a la improvisada celda.
-Mientras más pronto les entregues lo que quieren, más rápido vas a salir de esto –dijo Carlos sin preámbulos.
Martín empezó a reírse -¡Realmente no lo puedo creer! ¡Cómo pude ser tan ciego! Pensar que creía que vos eras mejor tipo que yo o por lo menos más completo… Pero ¿Cómo pude pensar eso? ¿Cómo se me pudo haber ocurrido creer en que vos, alguien que simula una decencia que no tiene, con sonrisa de película de Hollywood y trajes caros, eras lo que yo debería haber sido? -Martín se reía a carcajadas- ¿Cómo pude siquiera haberte envidiado el reconocimiento de todos porque habías hecho una “buena carrera”? Que tonto fui, Dios mío, espero que puedas perdonarme por eso.
Carlos no pensó jamás en que Martín le iba a decir aquellas cosas y se puso muy serio. –Escuchame estúpido ¿No te das cuenta de que si no les das lo que te piden sos hombre muerto? ¿Por qué no miras un poco a tu alrededor? Parece que tenés un poco confundidas las ideas. Yo estoy libre y vos estás encerrado.
-El que está realmente encerrado sos vos. Espero que puedas captar la sutil diferencia entre estar suelto y ser libre ¡Te sería de provecho!
-¿Por qué no te dejás de joder? ¡Yo estoy haciendo mi trabajo! ¿Qué te crees, que venir acá a las tres de la mañana me hace alguna gracia?
-Es bastante curioso el apego al “trabajo” que tienen todos por aquí. Yo que vos aprovecharía y me compraría un diccionario, para que aprendas lo que quiere decir realmente esa palabra -Martín siguió casi ignorando la presencia de Carlos. Hablaba en voz alta, como para si mismo -Me causa gracia todo esto. ¿Este era el importante “trabajo” te enriqueció rápidamente? ¿Éste era tu fabuloso “éxito profesional”? Las carcajadas de Martín eran muy sonoras, casi contagiosas. ¿Cómo pude pensar en que eras el modelo que yo debí haber alcanzado, que tus esfuerzos te habían llevado a ser un mejor abogado? Qué necio fui…
-Carlos se sentía muy incómodo -¡Todavía sigo siendo mejor que vos! Atinó a decirle- ¿Qué te pasa, seguís con bronca por el pasado, porque me fui del estudio llevándome un cliente y lo de la hipoteca? ¡Si hubieran trabajado como corresponde, pagar eso no les hubiera resultado tan difícil! Vos y el imbécil de Eduardo no saben cómo son las cosas. ¡No saben como funciona el mundo!
-Si, ahí tenés razón, no sabemos como funciona el mundo criminal.
Todo aquello estaba resultando como una especie de desahogo para Martín que siguió diciéndole -Que sos mejor que yo decís… ¿Por qué? No creo que sea por tus actuales clientes… no podrías andar mostrándolos por ahí.
-¡Ellos me respetan y pagan muy bien! ¡Les hago ganar mucho y eso no lo hace cualquiera! ¡Vos no podrías! ¿Qué te pasa? ¿Te quedaste mal porque Mariana me eligió a mi primero antes de casarse con vos? –dijo casi como buscando una venganza verbal a lo que estaba escuchando y le molestaba.
-Por favor, no la metas a ella en esto. Ya le estás arruinando la vida a una mujer, la tuya. Pobre Helena… no la mereces a ella tampoco.
-¿Pero que pensás? ¿Qué Elena es la inocente noviecita de tus recuerdos adolescentes? ¡Me engañó y no se lo voy a perdonar!
-No la culpo. -dijo Martín- Realmente la compadezco. Recién ahora me doy cuenta realmente quién sos. En serio, me das lástima.

Algunas palomas que se colaban dentro de la nave industrial, caminaban en las sombras que proyectaban las rejas de aquella celda. Al mirar a uno de esos pájaros, Martín tomo conciencia de que algo andaba mal en la conversación. No estaba hablando con el Carlos real que tenía allí enfrente sino con aquella imagen que su mente había formado de él. Víctor se lo había advertido. Había creado un Carlos ficticio y ahora se estaba dando cuenta de que realmente no existía. La persona que estaba frente suyo era miserable, como todo el mundo, o tal vez más, pero era un hombre común, nada más que eso. Recordó vagamente la época en que, a pesar de sus diferencias, habían sido socios y amigos… Después de un pequeño silencio, le dijo -Carlos ¿Porqué no dejás a estos tipos? ¿Vos creés que vas a terminar bien? Probablemente a mi me hagan desaparecer, pero vos vas a seguir con tus “éxitos” hasta que cometas un error. Y ahí es cuando vas a acabar muerto, tirado en una zanja por ahí.
-Eso no va a pasar. Y si les das el papel puede que a vos tampoco te pase nada.
-¿Pero, por qué tanto interés en ese papel? Ya lo vieron varios. Los nombres y los números son los porcentajes de participación en el Remanso de los verdaderos dueños. ¿Para qué lo quieren entonces?
-Eso es parte de la verdad, pero no toda, ni lo más importante. Ese papel es un manuscrito. Lo escribió de su puño y letra uno de los jefes del Cartel de Cali… no quiero ni pronunciar su nombre. Allí se establece la parte de la compañía puesta a nombre de cada testaferro de aquí… Si eso llega a las manos adecuadas, el tipo puede ir preso de por vida junto con todas las personas que lo ayudan a lavar el dinero de las operaciones. Los jueces de varios países estarían felices con esa prueba. Automáticamente lo meterían en prisión. Aquí le sería un poco más fácil… por eso ahora están operando en la Argentina…
-Operaciones… ¿Con drogas? Carlos, no sé como podes con todo eso ¡Cómo fuiste capaz de meterte con esa gente! ¿Todo por unos billetes, aunque sean muchos? Esto no va a terminar bien para vos tampoco.
-Ya no puedo dejarlos. Dales el papel.
-Es un seguro de vida para todos, especialmente para mi familia. ¿Por qué no les ofrecés un trato? Yo me quedo con el papel, que está bien resguardado, no sale a la luz y ellos nos dejan en paz para siempre.
-No, no puede ser… porque yo… ya les ofrecí ese trato y no lo aceptaron… Me adelanté sabiendo que ustedes se iban a dar cuenta de lo que significaba y les ofrecí eso, pero no sirvió de nada. Quieren que se los entregues.
-Pero ¿Por qué me contaste todo esto? Los narcotraficantes… el lavado de dinero…
-No sé. Tal vez porque pienso que ya estás muerto o… porque no quiero que le pase algo a Marian… a tu familia. –Carlos no le sostuvo la mirada.
Martín vio como caía la última defensa que creyó tener contra esa gente. Lo que ahora quería, era poner a salvo a Mariana, a Lucía… a todos.
-Dejame salir.
-Eso no está en mis manos.
-Entonces prometé que si me pasa algo vas a evitar que les hagan nada a Mariana y a Lucía. No me importa lo que me pase a mí. Prometé que vas a evitar que le hagan algo a ellas –se hizo un silencio que a Martín le retumbaba en la cabeza y se le hacía insoportable.
-¡Prometélo!
En ese momento se escuchó una tos fuera de la celda, el motociclista le estaba indicando que se apurara.
-Ya me tengo que ir.
-¡Prometémelo!
-Está bien…
Cuando se cerró la reja Martín pensó que tal vez no pudiera salvarse él, pero había tratado de salvar a su familia. Lo había intentado con lo que tenía a mano.
Pero no estaba seguro si aquella promesa de Carlos alguna vez significaría algo.

domingo, 16 de diciembre de 2007

51. La cola de la serpiente - segunda parte.

Creyó estar soñando con su viaje a Montevideo, cuando aquella mujer, Dalma era su nombre, lo había ayudado luego de que la moto lo atropellara. Pero pronto se dio cuenta de que no era un sueño. Tenía un terrible dolor de cabeza y la nuca también le molestaba cuando movía el cuello.

-No se mueva que se le va a abrir la herida, le dijo la mujer que intentaba acomodarle los vendajes. Martín estaba colocado de costado lo que facilitaba la labor.
Veía sobre la pared, la sombra de un hombre que dijo -¡Apurate querés, que no tengo todo el día! La mujer no contestó y siguió haciendo lo suyo. Ella era efectivamente Dalma, a la que había conocido en el ferry a Uruguay.
-Ahora, andá y traéle la comida, dijo la voz a su espalda otra vez, en tono imperativo.
El lugar parecía una nave industrial, no muy grande. Olía a humedad y se escuchaba un goteo de agua por algún lado. La luz natural, venía de los techos, y además había algunos tubos fluorescentes. Su cama de hierro tenía una frazada sobre un viejo colchón relleno de lana y un trozo de goma espuma le servía de almohada. Podía ver que en su camisa alguien había querido limpiar las manchas de sangre, casi lográndolo, a pesar de que igual estaba bastante sucia. El lugar era una especie de depósito de herramientas en forma de jaula con una reja.
La mujer dijo –Ya está, ahora puede darse vuelta si quiere.
Martín, lentamente giró sobre si mismo en aquel colchón y pudo ver al hombre de la pistola, su viejo conocido, el que lo había golpeado en el auto. No dijo nada. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dónde estaría? ¿Mariana y Lucía? Un montón de preguntas se agolparon en su mente.
Al rato el hombre salió. Podía ver una especie de balcón vidriado, como a la altura de un primer piso, desde donde antiguamente se supervisaría la labor de la fábrica. Allí había luces encendidas pero nada más.
Se tocó la herida, no era demasiado profunda, parecía dolerle más el golpe que otra cosa. Vio llegar a Dalma con un plato.
-Venga Martín, acérquese a la reja, aquí tiene algo para comer.
-¿Cómo se que no le pusieron algo para mantenerme dopado mientras… lo que sea que quieran hacer?
-Esto lo preparé yo y nadie le puso nada.
-¿Porqué debería confiar en usted? ¿Lo del barco estaba todo armado, no? El encuentro casual en la calle, luego de que su amigo el motociclista me atropellara… la ayuda con los papeles… lo de acompañarme al hotel… la sugerencia del casino…
-Ese hombre no es mi amigo.
Martín siguió -Fue todo un montaje para mantenerme vigilado. Tal vez pensó que iba a dejarme seducir por sus invitaciones. Y yo que me creí toda esa mentira del juguete para su hijo…
-Eso era verdad. Sí tengo un hijo. El juguete efectivamente era para él. Yo…
Martín extrañamente tuvo la impresión de que aquella mujer no le estaba mintiendo. Decidió arriesgarse con lo que le trajo para comer. El sándwich parecía tener bastante buen aspecto, o tal vez fuera el hambre que tenía. También le acercó una botellita de agua.
-Gracias Dalma… o como quiera que se llame.
-Si, me llamo Dalma.

-¿Mariana, dónde esta Martín? Son las seis de la tarde y no apareció ni llamó.
-No me dijo que no fuera a ir al estudio. Por favor no me asustes.
Eduardo no dijo nada y se quedó plantificado con el tubo del teléfono en la Mano. Celia y Ernesto escucharon toda la conversación.
-Voy para allá – terminó diciéndole él- Celia, por favor váyase a su casa y no salga. Ernesto vamos a lo de Martín- Antes de salir fue a la caja fuerte y agarró algo. Mariana sintió que le estaban aprisionando el corazón.

Luego de media hora Martín no había percibido nada raro por la comida. Cada tanto pasaba el tipo de la moto. Él ya había empezado a llamarlo “el motociclista”. Dalma andaba por ahí también. A la noche volvió a acercarle algo de comer.
-Gracias por la comida. Le dijo él mirándola inquisitivamente.
-No me juzgue. Esto para mi era solo un trabajo…
-Que irónico, usted es la segunda que me dice “esto es un trabajo”, mientras hace barbaridades, podría darle media docena de nombres a lo que llama trabajo. Usted es cómplice de esta gente. ¿Por qué está con ellos? Usted no parece una delincuente.
-Delincuente… Yo no quería esto, estaba sin trabajo y ellos me ofrecieron seguirlo a usted y no me pagaban mal. Me dijeron que eran una especie de detectives privados que vigilan a los maridos que engañan a las mujeres y bueno, eso es lo que hice… después me pidieron otras cosas… yo no tenía más plata, estoy sola con mi hijo… Luego me dijeron que no había vuelta atrás…
-¿Quienes son “ellos”?
-Los que me pagan.
-¿Si, pero qué hacen? ¿Quiénes son?
En ese preciso instante apareció el motociclista.
-¡Te dije que te limitaras a darle la comida infeliz! –Y le dio un empujón bastante fuerte a Dalma, que casi se cae pero alcanzó a agarrarse de la reja -¡No vuelvas a hablarle!
-No hace falta el maltrato, ella no es sorda. –dijo Martín.
-Mejor que te quedes tranquilo abogadito, guardá fuerzas para lo que te espera. Si no nos das el papel ése, lo que te va a pasar no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Comete el sandwichito y callate la boca. Parece que te gustó la pelirroja. Que pena que no la aprovecharas mejor…
Martín miró a Dalma. Ella tenía los ojos brillosos, y miraba con repulsión a ese hombre.
Aquella mujer decididamente no encajaba en ese ambiente. Probablemente no quisiera estar allí haciendo eso. Quien sabe, tal vez temía por su hijo verdaderamente. Pero ya no podía estar seguro de nada. Todo era extraño. Suponía que serían las ocho de la noche, no tenía el reloj, se lo había quitado al igual que el cinturón. Pensó en Mariana y Lucía. Rezó para que no les hubiera pasado nada… Se fue quedando dormido. En algún momento sintió que alguien golpeaba la reja con un palo o un fierro. Se encendieron las luces. No pudo ver bien hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz recién encendida, pero reconoció la voz.
-Martín.
Era Carlos. Pero esta vez no sonreía.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

50. La cola de la serpiente. Primera parte.

Lucía se había ido con su abuela Carmen. Su departamento era más seguro. Martín estaba convencido de que por el momento ella no era objetivo de nadie.

El papel de la caja fuerte era importante. Eduardo lo sacó de allí y se lo dio a Celia, que miraba de reojo las dos pistolas de tiro deportivo que allí guardaba y que a Martín no le gustaban nada. Ella lo llevaría, junto con otros papeles, a la caja de seguridad que tenían en el banco.
Sabía que la operación del Remanso no se llevaría a cabo. Claudia Giménez estaba al tanto y bastante preocupada. Pero todo lo que había pasado, lo de su hija, la velada a menaza de Carlos y lo que aún le faltaba saber, hicieron que quisiera continuar. ¿Qué papel tenía Carlos en todo esto? se preguntaba Martín, mientras lo llamaba por teléfono.
Después de los saludos de compromiso, él dijo –Carlos se acabó. No hay trato, se cancela la venta.
-Querés decir, por el tiempo que me pediste para pensarlo.
-No. No entendes. Se cancela definitivamente.
-Si es por el tema del pago, puedo hablar con Giménez para que acepte…
-Tengo un poder irrevocable por seis meses para la venta. Ella ahora está fuera de esto, en todo caso deberías seguir hablando conmigo pero no. No es por el tema del pago. Si ofrecieran diez veces el valor acordado sería rechazado igualmente. No queremos tratos con ustedes. Vamos a designar un administrador para que represente los intereses de la Sra. Giménez.
-Pero… ¡Vos no podés hacer esto!
-Si podemos y lo estoy haciendo. Avisale a tus mandantes.
-Martín. Te vas a arrepentir…
-Si, tenés razón. Ya me arrepentí de haber empezado a hablar con ustedes.
-Aunque no lo creas, esto no va a quedar así.
-Ya lo sé. Que sigas bien.
Ahora vendría la reacción. La tormenta, quién lo sabía.

En la fábrica vacía, mientras tanto: ¡Podemos haber sido tan estúpidos! ¿Y quién lo tiene?
-El tipo ese, por lo menos lo dicen los de Montevideo, solo vieron una parte que tenía él pero no todo. No el más importante.
-Me está hartando, ya me cansó. Avísenle al Beto que se lo traiga…como sea.

Al otro día por la mañana, dos autos vigilaban la casa de Martín.
Cuando él salió de allí, uno de los dos coches se puso en marcha y esperó. Cuando Martín llego, curiosamente, al mismo lugar en donde el aquel tipo había atrapado a Lucía, el auto se acercó y bajó el vidrio.
-Martín.
-Ah, Ortega, cómo le va.
-Quisiera que me acompañara a la comisaría, tenemos al que atacó a su hija. Está diciendo cosas y queremos que usted las oiga –le dijo el policía.
-Martín miró el reloj y recordó que esa mañana no tenía compromisos o reuniones más que el habitual trabajo de escritorio con papeles. El Remanso y todo eso. Le parecía algo un poco raro pero estaba dispuesto a seguir aquello.
Subió del lado del acompañante y enfilaron para el norte, hacia la comisaría.
En cierto lugar, una calle bastante tranquila, el auto se detuvo a media manzana. -Bueno Martín, Lo lamento. No vamos a la comisaría –dijo el hombre mientras sacaba de la nada y con su mano derecha, una pistola nueve milímetros.
-¿Las casualidades no existen verdad? -dijo Martín sin miedo.
-Ya le dije ayer que no pero ahora las preguntas las hago yo.
-¿Dónde está el papel?
-¿Qué papel? Preguntó Martín, sabiendo exactamente a cuál se refería.
-El que tiene los nombres y los números.
-Ah, ese. Está bien guardado. No queremos que se pierda. Además hay varias copias. Le puedo dar una si quiere…

-Creo que no está en condiciones de hacerse el gracioso conmigo.
-¿Quién le paga? ¿Para quién trabaja? ¿Quiénes son esos tipos?
Nunca pudo imaginar que la reacción de la gente del Remanso podía haber sido aquella. Brutal y contundente.
Mientras preguntaba todo eso, otro hombre se acercaba al auto y subía al asiento de atrás.
Martín, al verlo llegar, lo reconoció inmediatamente. Era el tipo que lo había llevado por delante con la moto en Montevideo. En ese momento comenzó a sentir un poco de miedo. Esto quería decir que lo venían siguiendo desde hacía rato. Pensó en Mariana que momentáneamente estaba sola en su casa… No tenía como avisarle nada y sintió más miedo aún.
-Veo que me reconoce. Aquella vez, solo pude tirarlo al piso, ahora puedo hacerle mucho más –dijo el tipo con una ladeada y falsa sonrisa.
Martín atinó a decir -ese papel ya lo vieron más de seis personas ¿Se los van a llevar a todos?
-Queremos el original, no las copias ¿Dónde lo tiene? Si me lo dice lo soltamos, si además promete callarse la boca, por supuesto.
Martín pensó que esa hoja era una especie de seguro, para él y su familia. Mientras el maldito papel estuviese seguro, ellos también lo estarían -¿Usted cree que se lo voy a dar así nomás? - dijo.
-Mire, usted no sabe con quien se metió, yo solo soy alguien que se gana la vida con esto y nada más. El otro tipo estaba muy impaciente atrás y había sacado su pistola también. -¡No oye lo que le dicen! ¡Díganos ya mismo dónde está ese papel!
Martín absorbió rápidamente la situación de peligro, ya tenía la camisa empapada y las manos pegajosas. El seguro del auto estaba colocado, no tenía posibilidades de escaparse. Además, el vidrio oscurecido impedía toda visión desde el exterior.
Esos tipos eran la cola de la serpiente cuya cabeza, vaya a saber quién o quiénes eran y lo que hacían.
-No se los voy a dar. Salvo que me den garantías de que van dejarnos en paz.
-No, no se las daremos -dijo el hombre de atrás. Con la culata de su pistola, le dio un golpe en la nuca que inmediatamente hizo que Martín perdiera el conocimiento.
-¡Pará animal, podés haberlo matado! -dijo Ortega, también conocido como “Beto” para esta clase de trabajos.
-A mi me ordenaron que lo llevara, pero no me aclararon si vivo o muerto –dijo el tipo riéndose.
-Un pequeño hilo de sangre salía desde algún punto de la cabeza del cuerpo que había caído hacia a delante, al lado del acompañante.

domingo, 9 de diciembre de 2007

49. Vértigo.

Por la ventana del escritorio de Martín, en el piso de arriba de la casa, se veía la calle bordeada de Tipas. El cielo estaba cubierto por una fina capa de nubes pero muy luminoso. Allí estaban reunidos los cuatro. Había muchos recuerdos en aquella habitación, fotos y cosas que habían ido juntando con los años. El sitio era muy acogedor. De la reunión participaba Mariana que estaba allí por un motivo preciso. Ernesto, con los papeles desplegados sobre el escritorio, no paraba de hacer anotaciones en un block.

-Solo quiero saber si Lucía está segura y si esto va a volver a pasar. Me respondes eso y me voy –preguntó Mariana no sin ansiedad.
-Creo que no va a pasar, en realidad, querían advertirme a mí y la usaron a ella. Es por ese cliente que tenemos…
-¿Martín, vale la pena todo esto? –dijo ella mirándolo profundamente a los ojos.
Se quedó pensativo. La seguridad de su familia no era algo que pudiera arriesgar. –Mariana, creo que sí. Hay algo gordo detrás de esto y en lo personal creo que vale la pena. No es simplemente un asunto profesional más. Por estos días, de todas maneras, vamos a tomar ciertas medidas. Pero igual quiero que lo decidamos entre los dos. Si vos me decís que lo deje, lo dejo.

No demasiado lejos de allí, en una fábrica cerrada, se desarrollaba el siguiente diálogo. -¿Crees que el abogadito ese recibió el mensaje?
-Me parece que no, a nuestro hombre lo sacaron de la escena muy rápido. Ahí hubo un error de coordinación. No se si la hija le alcanzó a decir exactamente lo que queríamos que repitiera.
-Ya no importa, ahora mira lo que tengo. El hombre desplegó algunas fotos sobre un escritorio de madera.
-¡Qué interesante! ¿Qué hace este tipo en Buenos Aires? El custodio de los Jaramillo Andrade… Estas fotitos valen oro en polvo… Si está éste tipo… ¿Cómo se llamaba el cabrón? Creo que Francisco algo. Los patrones los odian a todos, lo escuché muchas veces. Y ese odio cotiza alto.
-¿50.000?
-Mucho más, te diría que el doble.
-100.000 dólares no está nada mal por unos… digamos media hora de trabajo, más la inteligencia previa, por supuesto. Nada que no hayamos hecho antes por mucho menos.

-Si me garantizas que a Lucía no le va a pasar nada por mí no hay problema.
-No solo es ella quien me preocupa.
Eduardo le hizo una seña a Ernesto –Nos vamos a tomar algo a la cocina. Permiso.
-Mariana, si no creyera que esto es importante no te lo pediría. Tenía pensado que ustedes dos se fueran a otro lado, con Carmen o… se me ocurrió otra cosa, pero preferiría dejarla para un caso estrictamente necesario.
-Bien. Martín, confío en vos. Si creés que vale la pena, adelante.

Mas tarde, Martín, Eduardo y Ernesto revisaban los papeles que habían llevado.
-Estos nombres estoy seguro que son importantes y los números también.
-Si Ernesto, ya te lo escuchamos –le dijo Eduardo, pero no tenemos nada más que tu pálpito.
-Eduardo, creo que Ernesto tiene razón. En veinte minutos llamamos al tipo de Montevideo. Nos dijo que lo hiciéramos a este número y a esa hora. Pero vamos a hacerlo desde otro lado.
Cuando salieron, Mariana les subió algo para comer. Ella sabía que no habían probado bocado desde temprano.
-Tenés cara de cansado -le dijo ella a Ernesto.

-Estos números me marean. Hace días que los miro tratando de entender lo que pueden significar. Ernesto tenía una fotocopia del papel con los números y los nombres. El original, junto a los de lo demás, estaba en la caja fuerte del estudio.
-El maravilloso mundo de los números. Si te puedo ayudar en algo…
-Son éstos.
-Cien –dijo Mariana.
-¿Cien qué? Le dijo Ernesto.
-Esos tres números suman cien.
-¿Cómo?
-Si, cien exacto. Se ve de un vistazo. Bueno, yo lo veo, soy Analista de Sistemas. Muchas de las cosas que hago tienen que sumar siempre cien. 35, 40 y 25, los tres suman eso.
A Ernesto se le iluminó la cara. -¿Qué podrían ser?
-Se me ocurre que podrían ser porcentajes…
En ese momento entraron Martín y Eduardo.
-Ernesto, tenías razón. Ese papel es importante porque se lo olvidaron los tipos que inscribieron la sociedad en el registro uruguayo. Esos nombres y esos números son una pista.
-Mariana dice que son porcentajes.
-Permiso… Ah, ahí tienen algo de comer -dijo ella escabulléndose. No quería saber de que estaban hablando. Los tres le dieron las gracias.
Martín lo pensó -Es posible. Si… Pueden ser… ¡Porcentajes de participación en El Remanso!
-Pero los que figuran en los papeles del registro son otros… -dijo Ernesto.
-¡Pero estos serían los dueños reales de cada parte! ¡Esos tres son los verdaderos dueños del Remanso!
-Y lo ocultan con los prestanombres uruguayos. Si, se suele hacer. Generalmente son jubilados, sin actividad económica, o gente muy humilde a las que se les ofrece pagarles algo para que acepten figurar. Casi nadie se resiste, se paga bien. Ellos no tienen idea para que se utilizan esas sociedades. Bueno, nosotros en este caso tampoco… -dijo Eduardo
Martín finalmente contestó –Creo que pronto lo vamos a saber.

¡Hicimos negocio! Y por 200.000, sólo para empezar.

-¿Por qué a ella? ¿Qué tiene que ver?
- ¿Es la mujer del tipo, no? Además que nos importa. Nos ocupamos del “paquete”. Nos llevamos nuestra parte y a otra cosa.
-No va a ser fácil.
-Solo hay que esperar un descuido, un pequeño descuido. Además no están advertidos.
-¿El auto que vigila al abogado sigue ahí?
-Si, claro, como todos los días.
-Además fuera de toda sospecha. Muy conveniente.
-Brindemos por la prosperidad de nuestro lucrativo negocio.
Los dos hombres chocaron los vasos de whisky para brindar por el nuevo crimen que cometerían.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

48. El mensaje.

Ningún auto pasaba. Media cuadra antes de llegar a su casa Lucía pensó que lo único que le quedaba por hacer era gritar. Comenzó a llenar sus pulmones pero antes de que pudiera emitir sonido alguno el hombre se le abalanzó, tapándole la boca. Con la otra mano la dobló el brazo izquierdo por detrás de la espalda.

-Quedate quieta muñequita y no grites. Por ahí vivís para contarlo.
Lucía trató de pensar rápido para que no le ganara el pánico que se había apoderado de ella. No se le ocurría que hacer. Estaba a media cuadra, solo a media cuadra…
-¿Con que ésta es la nena de papá? Bastante linda había sido… Antes de que terminara la frase escuchó la bocina de un auto que se acercaba.
Lucía respiró esperanzada. El hombre vio acercarse el auto, la soltó empujándola bruscamente contra la pared y corrió hacía el alambrado que separaba la calle de las vía del tren perdiéndose en la oscuridad.
El auto de la bocina se detuvo.
A Lucía comenzaron a temblarle las piernas. Se sentó en la vereda pegando su espalda a la pared de una casa que conocía bien. Estaba a metros de la suya y había pasado por allí mil veces. Estaba mareada, tenía ganas de vomitar.
-¿Estás bien? Le dijo el hombre que bajó del auto
-Si –es lo que pudo decir ella.
-¿Te lastimó, te robó?
-No, no… todo fue muy rápido… yo…
-¿Dónde vivís?
-Ahí, en la casa de la esquina.

Ya en la casa, el oportuno auxiliador se identificó como policía. Antes de dejarla ir le pidió que relatara varias veces lo que había pasado y lo que el hombre le había estado diciendo. Ella le respondió cada vez, que le había dicho que era linda y nada más. Mariana la acompañó a su cuarto y se quedó con ella. Hubiera querido sermonearla por no hacerle caso pero obviamente no era el momento.
El policía se identificó ante Martín como Norberto Ortega, extendiéndole su placa y una tarjeta de visita. No era muy alto, tenía alrededor de cincuenta años, y uno de esos bigotes entrecanos estilo cepillo que a algunos viejos policías les gustaba usar.
-¿Qué hace un Federal acá en provincia? –le preguntó Martín.
-Vigilamos las estaciones de tren, que son jurisdicción federal ¿No nos vio allí?
-Si. El tipo que atacó a mi hija ¿Era un ladrón o un maniático?
-No lo sé. Casi no lo pude ver y su hija mucho no nos dijo.
-¿Cree que volverá?, es decir, ¿Mi hija está asegura?
-Miré, le puedo conseguir protección, por lo menos por un par de días, de la policía de la provincia.
-Podría ser. Pero igual mañana quiero hacer la denuncia. Usted va a venir conmigo ¿No es así?
-Eh… si. Sería lo correcto.
-Agradezco la casualidad de que usted pasara por allí en ese momento.
-Las casualidades no existen. Se ve que tenía que pasar por allí en ese preciso instante.
-Supongo que si.

Al otro día Martín le dijo a Mariana que no dejara a Lucía ir a la Facultad. Ella decía estar bien y no tenía miedo. Había escuchado casos terriblemente peores al suyo. Y la había sacado muy barata…
Luego de hacer la denuncia, que el policía de turno tomó en una máquina de escribir mecánica, con hojas y papel carbónico que Martín había llevado, volvió a su casa. Lamentablemente tendría que regresar por la tarde con Lucía para ratificar y completar la declaración.
El policía federal lo acompañó y aportó su parte a la denuncia.
-¿Cómo estás? –le preguntó Martín a su hija.
-Bien, aunque hubiera preferido ir a la facultad para olvidarme de esto.
-Solo por hoy chiquita, a la tarde tenemos que ir a la comisaría.
-Papá, tratando de acordarme bien de lo que pasó, el tipo ese de ayer dijo si yo era “la nena de papá” y además agregó de una manera rara ”bastante linda había sido”, refiriéndose a mi, como si me conociera de antes… o como si te conociera a vos.
Martín entendió pero no dijo nada. Aquello había sido un aviso para él… a través de su hija… Se puso pálido. El Remanso…
-Papá ¿Te pasa algo?
-Si, me preocupas vos. El sabía bien que eso no era del todo cierto.
Pero faltaba algo más todavía.
Mariana apareció por la puerta con el teléfono inalámbrico en la mano derecha con cara de no entender demasiado –Es Carlos… -le dijo como preguntando muchas cosas, pero sin decir nada más.
-Ah… dijo Martín
-Hola Martín.
-Hola.
-Disculpame pero, no te encontré en tu estudio, quería decirte que en la empresa están preocupados porque aún no se cerró el acuerdo.
-Ya veo.

-Deberíamos firmar esos papeles cuanto antes y acabar con el asunto.
Martín, no tenía energías ni estaba con todas sus luces encendidas esa mañana y le respondió –Perdoname Carlos, no entiendo. En la reunión quedamos en que ustedes debían considerar el pedido de mi cliente y que luego hablaríamos. Creo que…
-Mirá Martín, no aceptan cambiar nada… firmen de una vez.
La frase sonó aún más categórica por su contexto que por el tono empleado.
Martín prefirió por el momento dilatar el asunto y le dijo –Dennos un poco de tiempo.
-Ya no hay mucho. Preferiría que todo se hiciera por las buenas….Vos me entendés, sin líos de Tribunales…
Para salir del paso dijo –Lo voy a hablar con la señora Giménez.
-Si. Por favor –las palabras sonaron como una velada y extraña súplica.
Tenía que pensar. Todo se había puesto aún más turbio, pero por eso mismo algunas cosas empezaban a cerrarle. Ayer una durísima advertencia y hoy una amenaza. Ya no tenía dudas de que lo de Lucía había sido eso, una advertencia. ¿Quiénes eran esos tipos?
Llamó por teléfono y habló con Eduardo que estaba al tanto de todo. Le pidió que viniera con lo que tenían del Remanso y que se trajera también a Ernesto.
Lucía no le había hablado a su padre de la cadena con la rosa de plata esmaltada, regalo de su tío Esteban, que había perdido mientras se escapaba del tipo aquel.
No sabía cómo se arrepentiría unos días más tarde por no habérselo contado.

domingo, 2 de diciembre de 2007

47. Balance callejero.

Casi a mediodía, caminaba por la calle Montevideo pensando en todo lo de esa mañana. Había leído el listado de precursores químicos que le preparó Ernesto y luego se comunicó con Ana, la amiga de Claudia Giménez que trabajaba en la contaduría de la empresa, con la que ya había conversado en otra oportunidad. Según le dijo, algunos de los componentes se compraban, otros se fabricaban allí, pero le aseguró que era normal lo que entraba y lo que salía respecto de la producción y le dejó entrever, sin decírselo abiertamente, que había sobrefacturación en lo que vendían. Martín tomó precauciones para que esa conversación no se realizara desde teléfonos que alguien pudiera conocer. La mujer era discreta. Le aseguró que no había forma de que ella no supiera si había algún cambio en los procesos de producción que siempre implicaban grandes gastos y que hasta el momento no se habían producido. Además ella le dijo que tenía gente de confianza en la planta, con lo cual había podido comprobar que lo visto en los papeles, tenía su correlato en la realidad. Desde ese punto de vista podía quedarse tranquilo pero… igual había algo en todo aquello cosas sin explicación y no se detendría hasta saber que diablos estaba pasando.
Ernesto estaba casi obsesionado con lo del Remanso. Le insistía especialmente en que le permitiera averiguar qué significaba el papel manuscrito con aquellos nombres y números. Pensaba que probablemente significaran algo que les ayudaría a entender a esa sociedad uruguaya. Le pedía que le permitiera hablar con el hombre de Montevideo. Él le había dicho que esperara. Además el tipo no era fácil de encontrar en los lugares habituales. Recordó que le habían revuelto la oficina y que estaba un poco asustado la última vez que habló con él.
En realidad, Ernesto era bastante intuitivo. Le haría caso y llamaría a aquel hombre.
Al pasar por la puerta de la Iglesia frente a la plaza, ya antes de llegar, vio el aglomeramiento de gente. A llegar se dio cuenta de que una mujer de unos sesenta años era abrazada por otra, que parecía querer consolarla. La cara cubierta de lágrimas. Al mirarla a los ojos lo sintió. Una extraña sensación, como si aquella mujer le hubiera traspasado parte de su dolor. En pocos segundos pudo vivir la sensación de soledad en el sufrimiento, de pérdida de sentido de la vida. Había perdido a su marido y no encontraba consuelo. Probablemente lo aceptaba y creía que aquel hombre estaría gozando de una vida mejor, la asistencia a aquella ceremonia así lo sugería, pero ¿Qué llenaría esa parte faltante de si misma? ¿Qué sería de ella, ahora que estaba sola? ¿Cómo podría vivir los días que le quedaban sin ese hombre que había amado tantos años?
En su interior, Martín también captó el peso de todo ello y trató de contener las lágrimas que intentaron brotar naturalmente.
No pudo dejar de sorprenderse, mientras bebía de esa tristeza que misteriosamente compartía con aquella pobre mujer. El dolor de aquella alma era único pero él misteriosamente también lo vivía.
Se dio cuenta que ese clase de sufrimiento no se remediaba fácilmente. Era el desamparo del momento lo que más pesaba, no se podían evitar, ni transferir.
Pero allí estaban ellos, dos perfectos desconocidos compartiendo una pena. Pensó en detenerse y saludar a modo de consuelo a aquella mujer. Podía hacerlo, pasar por un conocido más pero, no, no tenía sentido, no la conocía; ella podía pensar que se había topado con un loco o quizás un ladrón.
Pasó de largo pegado a la pared y esquivando a la gente. Su puño izquierdo, tenso, rozó el acabado símil piedra del paredón perimetral del templo y se raspó, en donde acaba el dedo meñique y comenzó a sangrar. Buscó de un bolsillo un pañuelo para limpiarse.
Caminaba por un lugar por el que habitualmente no pasaba, conteniendo lágrimas y tratando de limpiarse una lastimadura que no le dolía, a diferencia de todo lo otro que estaba experimentando.
La encrucijada por la que pasaba aquella pobre mujer, no era suya, pero podía comprenderla. Se puede compartir la alegría, un beso, un pedazo de pan… pero no esa clase de dolor.
Si bien había perdido a sus padres y recientemente a Esteban, el padre que nunca tuvo, había estado cerca de perder a quien más quería, a Mariana, en aquella época de su enfermedad. Pensó que no podía soportar siquiera la idea de no tenerla.
Martín nunca olvidó a aquella mujer y no sería la última vez que le pasarían cosas como esa.

El tiempo le había pasado volando y no se dio cuenta de la hora. Salió de la biblioteca de la Facultad de Derecho de la UBA a las ocho de la noche. Ernesto ese día no cursaba materias y tenía que irse a casa sin él. Fue a Retiro a tomar el tren. Su madre le había advertido de no hacer sola el trayecto que separaba la estación de su casa. Lucía pensó que por una vez que lo hiciera no pasaría nada. Bajó del tren y caminó por la arbolada y fría calle que la llevaba directo a su casa. Por si acaso, miró hacía todos lados sin ver a nadie. No había gente, solo algún esporádico auto. Antes de llegar a la segunda cuadra creyó escuchar un ruido, como una tos humana, pero luego pensó que podía haber sido un perro. A la cuadra siguiente sintió pasos y vio una sombra entre la hilera de árboles que bordeaban la vereda. Apuró el suyo. La persona que parecía seguirla y que se escondía hizo lo mismo. El corazón empezó a latirle más deprisa y le vinieron a la cabeza las recomendaciones de su madre.

Caminó más rápido, se dio cuenta de que si no corría, quien fuera el que la seguía, terminaría por alcanzarla. Cambió su mochila de hombro y ésta se engancho con la cadena de la rosa blanca que había recibido de su tío Esteban, la que en ese instante se cortó y cayó a la vereda. Aminoró el paso para recogerla pero al darse vuelta sintió el terror de ver a un hombre, a unos treinta metros, que sonreía en la semi penumbra, caminando hacia ella. Volvió a apurar el paso, solo le faltaban dos cuadras para llegar. Tenía que correr. ¿Por qué no le había hecho caso a su madre? Ya era tarde para acordarse de lo que debería haber hecho. Corrió, pero el hombre estaba detrás, no muy lejos. Trató de sacar las llaves del bolsillo. Respiraba entrecortadamente, no sabía si por el susto o la agitación de la corrida. Pensó en sus padres, en Ernesto…
Le faltaba una cuadra para llegar y por eso supo que nada de lo que hiciera podía evitar que aquel hombre la alcanzara.