miércoles, 7 de noviembre de 2007

40. Del otro lado del río.

Si bien la percepción de sensación de molestia por las situaciones rutinarias no había desaparecido, estaba empezando a colocarlas en su lugar, de manera que no le incomodaran demasiado. Sabía, como ya había hablado con Víctor, que muchas de ellas eran necesarias.
Además, todo estaba marchando mejor desde hacia un tiempo. Algunas cosas lo habían ayudado. La incorporación de Ernesto estaba resultando interesante. El chico tenía ganas de aprender, era inteligente y tenía iniciativa.
Había cierta competencia entre Ernesto y Eduardo. La creatividad contra la experiencia; una especie de enfrentamiento que ganaba uno u otro alternativamente. Parecía un juego, una especie de esgrima. Muchas veces había tenido que hacer de árbitro entre ellos. La idea de sumar a Ernesto francamente había resultado positiva. Tanto él como Eduardo disponían de más tiempo para otras cosas y ambos lo estaban a provechando.
Esa mañana estaba revisando unos papeles del traspaso de El Remanso pero notó que en lo que le habían entregado figuraba que el pago por la venta de las acciones de Claudia Giménez se efectuaría, en efectivo, en un banco del exterior “a determinarse”. Eso era inexplicablemente absurdo. Semejante cifra no podía ser manejada de ese modo. Además creaba problemas a nivel impositivo que no sería fácil arreglar, con el agravante de la existencia de varias jurisdicciones, que ni siquiera se especificaban de momento. Claudia, le dio el visto bueno para negociar ese punto. Llamó a la empresa de su cliente y. se presentó. Le pasaron con un contador quien se mostraba impreciso hasta que finalmente dijo -Me parece que va a ser mejor que lo consulte con mis superiores. Lo llamarían en breve.
Más tarde le devolvieron el llamado de parte de El Remanso y quedaron en una reunión para la semana siguiente. Supuso que asistiría algún abogado que los representara. Al preguntar sobre quienes estarían presentes, le respondieron vagamente pero asegurándole que serian personas con poder de decisión.
La documentación evidentemente estaba redactada, o por lo menos revisada, por un abogado. Todas las hojas tenían un garabato, una especie de inicial en un determinado lugar del margen izquierdo de cada hoja, algo que había visto muchas veces en ese tipo de documentos.
Por la tarde, Eduardo llamó Martín a su despacho.
-Gordo, llamé a Montevideo para hablar con el tipo ese que nos trataba de averiguar cosas de esa sociedad y dijo que no podía darnos nada más. Pero lo extraño es que parecía querer decir todo lo contrario, o por lo menos que no quería hablar por teléfono.
-¿Será que quiere que le paguemos más?
-Puede ser, pero lo hubiera insinuado, creo. Me parece que hay que ir allá y ver que pasa. Estaría dispuesto, pero sabés que Verónica se descompone seguido con el embarazo y no quiero dejarla sola.
-Si, creo que hay que ir. Yo me encargo -dijo Martín.
Evidentemente, del otro lado del río podría averiguar algunas cosas más sobre todo el asunto.
Pensó en lo que tenía pendiente en esos días. Llamó a Mariana para consultarla e inmediatamente le pidió a Celia que le consiguiera pasaje en el ferry que salía por la mañana del día siguiente a Montevideo. Prefería eso al avión, era más relajado y lo podía tomar como un paseo.

A la tarde en su casa se cruzó con Ernesto que volvía de la facultad junto a Lucía. Mientras tomaban algo en la cocina él le contaba a ella que el sábado iba a poder jugar otra vez al fútbol con sus amigos, cosa que había dejado de hacer porque no había tenido tiempo.
-Lucía, yo había dejado aquí en la heladera un papel con un número de teléfono de un zapatero que me podía arreglar los botines de fútbol, esos medio rotosos que tengo –dijo Ernesto.
-¿Vos te referís a un papel membretado con un logotipo de “El Remanso S.A.”?
-Si, me parece que decía algo así.
-Papá estuvo como loco buscando quién podía ser el que había dejado eso ahí. Le preguntó a medio mundo pero nunca se me ocurrió pensar que vos podías saber algo de eso… ¿De dónde sacaste ese papel?

Mientras tanto Martín se acercó a la puerta. El timbre del portón exterior había sonado.
-¿Quién es?
- No se si me recuerda, soy Francisco el custodio de la señora Sonia… usted nos sacó del auto aquella tarde del accidente…
-Si… si. ¿Quiere pasar?
-Es solo un momento. No hace falta que entre, puedo hablarle desde la puerta, nada más.
-Por favor, pase -Martín abrió la puerta desde el interior y salió al porche a recibir al insólito visitante.
El hombre parecía saludable respecto a como lo recordaba del el accidente. No era muy alto pero si macizo y moreno. Se preguntó si cargaría con aquella pistola como esa vez.
El hombre se negó a entrar haciendo un breve gesto con sus manos y dijo -Solo vine para traerle esta invitación que le manda el coronel Jaramillo de Andrade… y agradecerle por habernos salvado la vida a la señora Sonia y a mi.
El acento colombiano denotaba un origen humilde pero usaba las palabras con mucha corrección y pausa, signo distintivo de muchos originarios de esa tierra.
-Bueno, no fue nada. Estaba allí y simplemente hice lo que me pareció que debía –dijo Martín realmente sin saber demasiado que responderle. No estaba acostumbrado a que le agradecieran ese tipo de situaciones que por otra parte y gracias a Dios, no se presentaban a menudo en su vida.
-Sabe, en Colombia valoramos mucho cosas como las que usted hizo. La vida parece algo no demasiado valorado por estos días. No me hubiera perdonado que le pasara algo a la Sra. Sonia. También se lo agradezco por mi familia –El hombre parecía sincero pero contenidamente emociónado.
-Bueno no se que decirle.
-He estado en situaciones como la que usted pasó y se que no es fácil. Sepa que estoy a su disposición para lo que necesite. Cualquier cosa en que le pueda ser útil no dude en llamarme por favor –Se desabrochó el saco, efectivamente cargaba su pistola y sacó una tarjeta de visita en la que escribió un número telefónico -Cualquier cosa, a cualquier hora y para lo que necesite.
-Bueno muchas gracias.
Martín pensó que, a pesar de que era evidente que aquello era una muestra de gratitud, esperaba no tener que llamarlo jamás.
Adentro, le esperaba otra sorpresa.