domingo, 16 de septiembre de 2007

25. La Luz.

A diferencia de otras ceremonias fúnebres a las que había asistido, ese día no llovía. Las sombras jugaban sobre cúpulas, ángeles y cruces del viejo Cementerio del Oeste, en donde los abuelos de Martín habían hecho construir la tumba familiar. El viento frío mecía levemente los cipreses que señalan el cielo con su única mano oscura.
Resultaba singular estar donde alguna vez aprendió a espiar a esa mujer esquiva y pálida que llama inevitablemente a todos por su nombre. Había pasado por allí visitando a sus padres, justamente de la mano de Esteban pero ya no recordaba hacía cuánto tiempo.
Cuando Martín, aún niño, hablaba con Esteban de la muerte, se refería a ella como "esa señora que se llevo a papá y a mamá", como si se tratara de una tía vieja que los hubiese invitado a pasar una temporada de descanso, lejos. Pero el viaje se había prolongado y la señora, más vieja de lo que el jamás podría haber imaginado, no los dejaría regresar.
Un ángel de piedra parecía ofrendar una corona de triunfo desde lo alto. Una mujer de mármol blanco lloraba para siempre, apoyada contra la dura pared de granito y con su regalo de flores, la pérdida de alguien amado.
El vitral de una tumba vecina mostraba el triangulo trinitario irradiando luz y en su centro se divisaba el inconfundible ojo que todo lo ve. En esos momentos le parecía que no era mirado. Lo pasaban por alto adrede porque simplemente se había decidido que eso tendría que soportarlo también. No tenía explicaciones pero en ese momento pensaba que las habría necesitado y sabía que nadie se las daría.
Allí estaban Eduardo, Alejandro, el hermano de Mariana y Ernesto, que se había ofrecido por Lucía a llevar a Esteban hacia ese lugar en donde no tendría compañía.
Sabía que todo ese cementerio era un lugar vacío. Una gran ciudad, con calles, puertas, ventanas y veredas sin el desgaste del trajinar de los hombres. Árboles, bancos y escaleras sin gente que les dieran sentido. Podía decir que aquella no era una ciudad, solo un remedo grotesco de la vida que flameaba en otra parte. Gatos corrían entre las tumbas simulando vivir con los hombres; tal vez a ellos les resultaba indiferente la compañía humana y por eso se veían tan a gusto allí.
Se olvidó por un momento de lo que había aprendido sobre la morada de los muertos y deseó escapar de ese lugar opresivo.
Esteban no estaba ahí, nunca lo estaría, en todo caso, era un reflejo incompleto de lo que había sido.
Ahora presentía la profunda soledad de aquel hombre al que por última vez acompañaba; el vacío inexplicable de una vida que él nunca comprendió. Porque ellos dos, eran lo único que había quedado de aquella familia casi olvidada.
Mirando al cielo le era negado el trascender más alla del azul frío de las once de la mañana. Alguna paloma parecía recordarle el vuelo de algún angel de estuco, que con las alas rotas se había quedado, inmóvil, en lo alto de una vieja cúpula, como un inválido que ya no podría cumplir más su cometido de enviado. Su patrón no recibiría más un mensaje de aquella criatura mellada por el viento, la lluvia o el sol.
Pensó en ese Patrón y le dijo ¿Por qué no me dejaste hablar con él siquiera una vez más?
Hubiera deseado romper ese destino y si fuera posible, obligar a su dueño a aceptar a aquel hombre yaciente en su casa para siempre. Sabía que no tenía fuerza para amenazar, violentar y, en ese momento menos, para increpar por un recibimiento seguro para Esteban. Pero no tenía temor.
Escuchaba solo algunas palabras de lo que Hugo iba diciendo en las oraciones. En su ensimismamiento, vio esa escena irreal, el sol, las sombras, Mariana ...dirige mis pasos a tu presencia... Lucia, flores ...para que viva en la gloria... reflejos y oscuridades… y brille para él la luz eterna.
Sobre la puerta de la bóveda se leía en letras de hierro el apellido familiar. Esa inscripción lo incluía. Se sentía fundido con ese metal oscuro, pesado e inmóvil, clavado como esas letras sobre la piedra gris.
Lucía le tomó la mano y él le devolvió el gesto presionándola suavemente.
Recorriendo con sus ojos a los presentes, de alguna u otra forma, alcanzó a distinguir que lo observaban. La compasión parecía brillar en la mirada de toda esa gente. No la despreció. Absorbió lo que le brindaban como el artista aspira los aplausos de su público, como el único aliento que lo hiciera vivir. Respiró profundamente.
Pero desde ese punto, tuvo la suficiente luz para rezar así: Esteban, gracias por todo, por cada momento que me diste, por cada segundo que pasaste pensando en mi. No me importa si fueron o no los que debían haber sido. Quisiera agradecerte todos esos años en lo que estuviste atado a este crió que no fue capaz de reconocer lo que hiciste por el.
Algunos asistentes a la ceremonia que finalizaba, habían empezado a dejar flores sobre el pesado ataúd. La última en hacerlo fue Mariana que luego le tendió un clavel rosado a Martín.
Los sepultureros ya habían empezado a prepararse para cerrar la puerta de hierro forjado y vidrio pero Martín les hizo un gesto para que se detuvieran.
Puso el clavel sobre el cajón oscuro y dijo algo que ningún hombre sobre la tierra pudo oír:
-Adiós querido papá.