domingo, 2 de diciembre de 2007

47. Balance callejero.

Casi a mediodía, caminaba por la calle Montevideo pensando en todo lo de esa mañana. Había leído el listado de precursores químicos que le preparó Ernesto y luego se comunicó con Ana, la amiga de Claudia Giménez que trabajaba en la contaduría de la empresa, con la que ya había conversado en otra oportunidad. Según le dijo, algunos de los componentes se compraban, otros se fabricaban allí, pero le aseguró que era normal lo que entraba y lo que salía respecto de la producción y le dejó entrever, sin decírselo abiertamente, que había sobrefacturación en lo que vendían. Martín tomó precauciones para que esa conversación no se realizara desde teléfonos que alguien pudiera conocer. La mujer era discreta. Le aseguró que no había forma de que ella no supiera si había algún cambio en los procesos de producción que siempre implicaban grandes gastos y que hasta el momento no se habían producido. Además ella le dijo que tenía gente de confianza en la planta, con lo cual había podido comprobar que lo visto en los papeles, tenía su correlato en la realidad. Desde ese punto de vista podía quedarse tranquilo pero… igual había algo en todo aquello cosas sin explicación y no se detendría hasta saber que diablos estaba pasando.
Ernesto estaba casi obsesionado con lo del Remanso. Le insistía especialmente en que le permitiera averiguar qué significaba el papel manuscrito con aquellos nombres y números. Pensaba que probablemente significaran algo que les ayudaría a entender a esa sociedad uruguaya. Le pedía que le permitiera hablar con el hombre de Montevideo. Él le había dicho que esperara. Además el tipo no era fácil de encontrar en los lugares habituales. Recordó que le habían revuelto la oficina y que estaba un poco asustado la última vez que habló con él.
En realidad, Ernesto era bastante intuitivo. Le haría caso y llamaría a aquel hombre.
Al pasar por la puerta de la Iglesia frente a la plaza, ya antes de llegar, vio el aglomeramiento de gente. A llegar se dio cuenta de que una mujer de unos sesenta años era abrazada por otra, que parecía querer consolarla. La cara cubierta de lágrimas. Al mirarla a los ojos lo sintió. Una extraña sensación, como si aquella mujer le hubiera traspasado parte de su dolor. En pocos segundos pudo vivir la sensación de soledad en el sufrimiento, de pérdida de sentido de la vida. Había perdido a su marido y no encontraba consuelo. Probablemente lo aceptaba y creía que aquel hombre estaría gozando de una vida mejor, la asistencia a aquella ceremonia así lo sugería, pero ¿Qué llenaría esa parte faltante de si misma? ¿Qué sería de ella, ahora que estaba sola? ¿Cómo podría vivir los días que le quedaban sin ese hombre que había amado tantos años?
En su interior, Martín también captó el peso de todo ello y trató de contener las lágrimas que intentaron brotar naturalmente.
No pudo dejar de sorprenderse, mientras bebía de esa tristeza que misteriosamente compartía con aquella pobre mujer. El dolor de aquella alma era único pero él misteriosamente también lo vivía.
Se dio cuenta que ese clase de sufrimiento no se remediaba fácilmente. Era el desamparo del momento lo que más pesaba, no se podían evitar, ni transferir.
Pero allí estaban ellos, dos perfectos desconocidos compartiendo una pena. Pensó en detenerse y saludar a modo de consuelo a aquella mujer. Podía hacerlo, pasar por un conocido más pero, no, no tenía sentido, no la conocía; ella podía pensar que se había topado con un loco o quizás un ladrón.
Pasó de largo pegado a la pared y esquivando a la gente. Su puño izquierdo, tenso, rozó el acabado símil piedra del paredón perimetral del templo y se raspó, en donde acaba el dedo meñique y comenzó a sangrar. Buscó de un bolsillo un pañuelo para limpiarse.
Caminaba por un lugar por el que habitualmente no pasaba, conteniendo lágrimas y tratando de limpiarse una lastimadura que no le dolía, a diferencia de todo lo otro que estaba experimentando.
La encrucijada por la que pasaba aquella pobre mujer, no era suya, pero podía comprenderla. Se puede compartir la alegría, un beso, un pedazo de pan… pero no esa clase de dolor.
Si bien había perdido a sus padres y recientemente a Esteban, el padre que nunca tuvo, había estado cerca de perder a quien más quería, a Mariana, en aquella época de su enfermedad. Pensó que no podía soportar siquiera la idea de no tenerla.
Martín nunca olvidó a aquella mujer y no sería la última vez que le pasarían cosas como esa.

El tiempo le había pasado volando y no se dio cuenta de la hora. Salió de la biblioteca de la Facultad de Derecho de la UBA a las ocho de la noche. Ernesto ese día no cursaba materias y tenía que irse a casa sin él. Fue a Retiro a tomar el tren. Su madre le había advertido de no hacer sola el trayecto que separaba la estación de su casa. Lucía pensó que por una vez que lo hiciera no pasaría nada. Bajó del tren y caminó por la arbolada y fría calle que la llevaba directo a su casa. Por si acaso, miró hacía todos lados sin ver a nadie. No había gente, solo algún esporádico auto. Antes de llegar a la segunda cuadra creyó escuchar un ruido, como una tos humana, pero luego pensó que podía haber sido un perro. A la cuadra siguiente sintió pasos y vio una sombra entre la hilera de árboles que bordeaban la vereda. Apuró el suyo. La persona que parecía seguirla y que se escondía hizo lo mismo. El corazón empezó a latirle más deprisa y le vinieron a la cabeza las recomendaciones de su madre.

Caminó más rápido, se dio cuenta de que si no corría, quien fuera el que la seguía, terminaría por alcanzarla. Cambió su mochila de hombro y ésta se engancho con la cadena de la rosa blanca que había recibido de su tío Esteban, la que en ese instante se cortó y cayó a la vereda. Aminoró el paso para recogerla pero al darse vuelta sintió el terror de ver a un hombre, a unos treinta metros, que sonreía en la semi penumbra, caminando hacia ella. Volvió a apurar el paso, solo le faltaban dos cuadras para llegar. Tenía que correr. ¿Por qué no le había hecho caso a su madre? Ya era tarde para acordarse de lo que debería haber hecho. Corrió, pero el hombre estaba detrás, no muy lejos. Trató de sacar las llaves del bolsillo. Respiraba entrecortadamente, no sabía si por el susto o la agitación de la corrida. Pensó en sus padres, en Ernesto…
Le faltaba una cuadra para llegar y por eso supo que nada de lo que hiciera podía evitar que aquel hombre la alcanzara.