miércoles, 1 de agosto de 2007

12. Es hora.

-Me llamaste.
-Vení, sentáte. ¿Querés tomar algo?


-Si, un poco de agua.
-Siempre tan sobrio vos. ¿No me acompañarías con algo más fuerte?
-Te acompaño con el agua. ¿Cómo te fue en tu viaje?
-De algo vinculado a eso quería que habláramos.
Su tío Esteban era quien lo había criado desde los cuatro años, cuando sus padres habían muerto en un accidente de tren rumbo a Rosario.
De su padre conservaba un crucifijo de metal, que había quedado doblado por el accidente. Una de las pocas cosas que tenía de él.
Martín pensaba en su tío como en un solterón. Lo juzgaba con cierta severidad e imaginó que había tenido muchas mujeres pero que en realidad no había conocido verdaderamente a ninguna.
Marino mercante retirado, contrabandista para sus amigos y gran lector, era, en definitiva, lo más cercano a un padre que había tenido. Cercano a veces, porque sus viajes, sus desapariciones, como las veía Martín, eran de tres… seis meses. A él lo cuidaba entonces doña María, una mujer bastante mayor que trabajaba para Esteban y que había fallecido hacía más de quince años.
En aquella época vivían en una casa cerca de la estación, a pocas calles de la suya actual. Ya no existía, la habían derribado hacía unos años.
Por muchos motivos había querido a Esteban y por otros no tanto. Nunca lo había entendido del todo.
-Quería que guardaras esto- dijo Esteban -y le entregó una llave de bronce labrada que Martín conocía bien porque era la del escritorio de su tío, la del único cajón que tenía llave.
-¿Te pasa algo? -le dijo Martín mostrándole la llave.
-Quiero que la tengas. Es que ya va siendo hora de arreglar ciertas cosas, ahí hay papeles y documentos. Sabés, me cansé de no estar en casa, de no verte a vos, a Lucía y a Mariana, de estar solo.
-Martín lo escuchó un tanto sorprendido pero no dijo nada.
-Yo se Martín que nunca fui un padre para vos, nunca pretendí ocupar el lugar del tuyo porque no hubiera podido. Traté de hacer lo que pude…
-Si –dijo en voz muy baja Martín.
- Lo que pude –Repitió Esteban con un gesto de dolor que Martín no vio, conociendo el viejo reproche que su sobrino nunca llegó a decirle con palabras.
-Te pido perdón si no fui como hubieras necesitado.
Martín le volvió a preguntar -¿Pero te pasa algo?
- Es que ya es hora.
- Ay, Ay, Esteban, nunca das explicaciones, es todo si, o no. Hay que hacer algo y se hace, pero vos apenas si aclarás algo.
Esteban, le hizo un gesto con la mano para que lo esperara y volvió enseguida con otra llave. Y se acercó a la vitrina aquella, la del cochecito azul.
La puso en la cerradura, le dio dos vueltas y tomó el auto primero con la mano derecha y luego con la otra, lo miró un momento y se lo dio a Martín.
Cuando lo tomó, Martín lo miró fijamente y...nada, fue como si hubiera esperado una conmoción o una victoria. Nada. Lo que había imaginado que sucedería desde su infancia, no tuvo lugar, simplemente no sucedió.
-¿Por qué hoy? ¿Por qué después de tantos años? –se escuchaba Martín pronunciar incrédulo esos “porqués” que pensaba desterrados.
-Esteban lo escuchó paciente y cuando supo que Martín no iba a preguntar más dijo:
-A tu padre, un muy buen ingeniero, le regalaron ese auto en Módena, por un trabajo que hizo para una empresa de allí. Así fue que compró la casa en la que hoy vivís. Pero por el esfuerzo y la creatividad que puso en eso, además le dieron esto que está catalogado como una obra maestra de las réplicas en miniatura. Es único, la escala es perfecta respecto de su original, el Bugatti modelo 37-A de 1929. Tenía un gran valor afectivo para él. Nunca supe bien cuál sería el momento de dártelo.
-Martín miró el auto largamente y caminó a la vitrina, se detuvo, lo contemplo otra vez y volvió a colocarlo en el lugar que ocupaba hasta hacía unos minutos.
-Creo que por ahora esta bien aquí, gracias Esteban – dijo Martín con cierta sequedad que intentaba disimular el verdadero estado interior que se estaba generando.
Su tío no entendió lo miraba paciente y en silencio.
No hablaron de mucho más esa tarde.
Al volver, manejando por Libertador, Martín dijo en voz alta: -No quiero llorar– pero no pudo evitar que se le humedecieran lo ojos. -¿Todas las cosas que en mi vida no entiendo tendrán una explicación tan inesperada y emotiva como ésta? –No le gustaba llorar.
-El agua de lluvia se escurría por el parabrisas del auto, mientras pensaba en ese viejo cochecito azul que tío Esteban guardaba en la vitrina de su living del departamento de Belgrano y que siempre había estado esperándolo.