miércoles, 9 de enero de 2008

58. El que todo lo purifica. Último Capítulo.

Estaba dispuesto a vaciar el cargador contra el fuego que le impedía eliminar al hombre que no podía ver y que estaba del otro lado, en alguna parte. De todas maneras tal vez muriera quemado. Esa idea le agradaba más. Mientras disparaba y pensaba en ello, una de las balas perforaba las latas de solvente que había quedado. La explosón le dio por completo. El fuego y el líquido inflamable se adhirieron a su cuerpo, su pelo, su cara… en el abrazo más cálido del mundo. Caminó vacilante hacia el escritorio de Martín mientras gritaba e intentaba en vano apagar con sus manos el fuego que lo emvolvía. Sus pasos dejaban regueros encendidos. La alfombra ardió al igual que las cortinas de la ventana hacia donde se dirigió, sin que en realidad tuviera mayor sentido. Se acercó a la baranda de madera del balcón y se arrojó entre las plantas del jardín de abajo. Murió pensando en el único homicidio de su vida que no había podido cometer.
El fuego se extendió por la entrada del altillo y el escritorio de Martín. La cortina había encendido la biblioteca y la alfombra el resto de los muebles. El cuero de la silla en donde Martín jugaba hacía años con Lucía, emanaba su humo blanco, como espíritus de los recuerdos que se alejan. En los estantes de la biblioteca las hojas de la tesis doctoral inconclusa de Martín, ardían y volaban hacia arriba como si el fuego al consumirlas las estuviera leyendo. El cochecito azul, aquel recuerdo del padre de Martín, cayó al suelo al explotar el vidrio de la vitrina por efecto del calor. Allí sus pequeños neumáticos humeantes se pegaban al piso y la pintura azul del capot se convertía en ampollas, primero celestes, luego pardas y luego en llamas.
La foto del casamiento de tió Ernesto con Mary, rodeada de los vidrios, se fue calentando hasta encenderse de golpe y desaparecer en segundos. Lo último que alguien hubiera podido ver de ella, fue la sonrisa de aquella hermosa mujer y sus dientes tan blancos… En la pared opuesta a la biblioteca, los retratos de los chicos que Mariana y Martín habían cuidado, volaban hacia el piso, como corriendo a participar en un juego que solo ellos conocían.
Muchos libros cayeron de sus estantes, no todos encendidos. Dickens, Dostoievsky, Poe, Borges, libros de derecho, novelas ilustres y no tanto, iban a parar sin rango ni jerarquía al mismo suelo en donde terminaban los volátiles papeles con membrete de El Remanso, que se consumían arrugándose en una retorcida mueca final.
Detrás de lo que iba quedando del escritorio, un óleo que había pintado Carmen comenzaba a arder. Ella lo había llamado “Equidistancias” y a Martín le había gustado mucho, por eso lo había mantenido allí, detrás de su silla. Las hojas casi naranjas de los árboles allí representados parecían no inmutarse con la llegada de las llamas que pasaron a formar parte repentina del paisaje otoñal.

Mariana había llegado a la casa, ya casi de noche, desde el hospital donde estaba Eduardo. De espaldas a ella, escuchó la explosión de aquella lata y la luz intensa que brotó de la ventana del pasillo, entre el escritorio y la puerta del altillo. Entonces recordó ese sueño que había tenido hacía unos días…
Buscó desesperadamente las llaves de la puerta de entrada en su cartera y no las encontro. No estaban allí.

En la cocina, Lucía, Lola y Lucas, trataban de salir del encierro. Pidieron ayuda por las ventanas. Habían escuchado los gritos del motociclista y ahora percibían el calor proveniente del techo. Era inutil que empujaran esa puerta porque abría para adentro, hacia su lado. La golpearon con lo que pudieron, pero solo lograban marcar aquella madera maciza.
-¡Apàrtense!- No distinguieron esa repentina voz. Luego de tres fuertes golpes, la puerta cedió y Lucía vió a Francisco y a…¡Ernesto! Ella se le colgó del cuello mientras Francisco los empujaba para que salieran de la casa.
-¡Afuera todos! Les gritaba.
-¡Mi papá esta arriba!
Francisco la miró sorprenndido pero corrió de inmediato escaleras arriba pero no pudo entrar por el pasillo que daba a la subida del altillo y al escritorio -¡Martín! ¡Está usted ahí!- Nadie respondió. No podía pasar por allí. Luego de llamarlo dos veces más, cerró la puerta de aquel infierno. Tal vez eso detuviera un poco el fuego.

Alguien había llamado a los bomberos. Mariana miraba la parte de la casa que se quemaba junto a Lucía. Ambas lloraban pensando en el hombre/padre que estaría allí arriba, en alguna parte. Ernesto las abrazaba a las dos.
Francisco no supo que más hacer. Le había fallado al que le había salvado la vida. No había podido ayudarlo cuando más lo necesitaba.
Las mangueras de los bomberos se estiraban y comenzaban a escupir su contenido que se mezclaba con el humo y se convertía en vapor sobre las partes de madera de esa casa, fuerte, resistente, cuyas paredes, anteriores a la época del cemento armado, resistirían cualquier embate, no así la madera.
En el altillo, Martín comenzó a respirar con cierta dificultad. El fuego estaba entrando en aquel lugar, Lo separaban del aire libre las vigas que sostenían las tejas. Tomó un viejo banco y comenzó a romper a golpes los rectángulos de barro ocre cocido del empinado techo. Rompió varias tejas. Cuando el agujero se abrió, las llamas entraron rapidamente en aquel lugar. Nadie las había invitado, pero ya habían tomado confianza para invadirlo todo.
Las dos autobombas estaban sofocando el fuego del techo y habían logrado que no se extendiera más allá del escritorio y el altillo en donde las tablas del piso se habían quemado, cayendo sobre el cieloraso de la cocina y de allí, ardientes, al piso de baldozas en damero blanco y negro.

No lo vieron salir de entre los bomberos y los policías que estaban allí, pero él si las vió y su corazón se asoció al sufrimiento de aquellas dos mujeres queridas. Cruzó la calle jadeante, tiznado, sucio y con sangre en el brazo, por un clavo del techo que lo había aeañado al salir. Había caminado por el alero hasta bajar a un balcón y de allí se deslizó hasta al jardín.
Nadie lo reconoció, tan sucio y harapiento como estaba; ni Francisco, ni Ernesto, ni siquiera Lucía. Pero ella si, Mariana vio los ojos inconfundibles del hombre que queria y corrio hacia él. Allí se quedaron los dos, juntos, abrazados bajo una inusual mezcla de chispas, agua y la palpitante luz de ese fuego que todo parecía querer consumir.

Dos meses después, precisamente un 1ero de octubre, el salón de la embajada de Colombia estaba iluminado a pleno. Una voz hablaba sobre un pequeño estrado. Otro hombre, corpulento, barbudo, pelirrojo y con un jacket en el que se lo veía incómodo, sonreía pero con la cara también roja de vergüenza. El pecho henchido más que nunca por el orgullo que le producía escuchar del embajador lo que había sido una acción heroica de su parte. –El Gordo de siempre- pensó Martín, también a su lado y vestido de igual forma. Luego de las palabras, el embajador procedió a darle a Martín, la Cruz Oficial y a Eduardo, la Cruz de Caballero, ambas de la Orden de San Carlos otorgadas por el gobierno de Colombia en reconocimiento a los servicios prestados al país. La de Martín, una cruz trebolada con rayos de oro; la de Eduardo similar, pero con rayos de plata.
Mariana, radiante como nunca, Verónica, Lucía, Ernesto, Sonia y Alberto Jaramillo Andrade, observaban la escena sonrientes. Atrás, Celia comía unos sandwichitos de miga.
-A mi me queda mejor que a vos, a pesar de que la tuya es más importante.
-Si Gordo, pero que el alfiler no te pinche porque vas a explotar como un globo, le contestó Martín entre risas. El gordó abrazó a Martín hasta casi ahogarlo.
-A vos no te dieron nada Ernesto ¿Por qué?.
-Debe ser porque saben que con vos tengo suficiente -le respondió el chico guiñándole un ojo.
A las doce en punto todos, excepto Martín, se miraron con complicidad. Algunos hacían comentarios por lo bajo.
Desde algún lado comenzó a escucharse la música de “Cumpleaños Feliz” que todos cantaron a coro preparándose para un brindis.
-Felices cuarenta años, mi amor -dijo Mariana en voz baja.
Un beso fue la respuesta que nadie oyó pero que todo el mundo vio.

Una tarde de octubre, en la que estaba solo en aquel departamento y en el escritorio que había sido de Esteban, sacó una hoja y comenzó a escribir: “Equidistancias. Una Mañana. “Eran las once y se había tomado el último sorbo de café. Pensó que lo que tenía era sueño después de una mala noche…”

FIN.