domingo, 13 de enero de 2008

Epílogo

Caminando por lo que había quedado de las maderas del piso de su estudio, Martín pudo ver, debajo de algunas tablas que no se habían quemado, un antiguo reloj de bolsillo, cuya increíble historia llegó a conocer años después. Pero este ya no es momento de contarla.

El fuego había destruido aquel lugar que había estado lleno de recuerdos, pero no sintió pena por aquellos objetos perdidos. Tenía a su familia y eso era lo que contaba. La cocina que estaba debajo, en donde fueron a caer los restos quemados, solo devolvió intacta una foto del casamiento de Martín y Mariana. Tal vez el marco plateado había protegido aquel portarretratos, pero eso ya no importaba. El resto de la casa había quedado intacta pero tiznada y con humo impregnado que tardó meses en desaparecer completamente.
Luego del incendio, la familia se fue por un tiempo al departamento que les había dejado Esteban. Pronto, Martín y Mariana se pusieron en campaña para arreglar la casa, su casa, contando con una ayuda inesperada.
Con la detención de Ramiro Roncallo, el testaferro e ingenioso inventor de negocios del cartel, comenzaron las redadas en Buenos Aires, Montevideo, Cali, Bogotá y San Pablo. El papel manuscrito con los nombres de los tres testaferros que habían guardado en la caja de seguridad del banco, fue crucial. Se realizaron detenciones, allanamientos y confiscaciones, de acuerdo a las leyes de cada país. Las salas de espectáculos que utilizaba para funcionar la Iglesia Internacional del Reinado de Dios, fueron rematadas en los cuatro países y los fondos, provenientes del lavado de dinero, finalmente entregados a instituciones benéficas.
Detuvieron a varios jefes de la organización, lo que significó un duro golpe a los zares de la droga. Con el correr del tiempo, otros ocuparon sus lugares, pero eso fue mucho tiempo después y no vale la pena contar cómo sucedió.
Martín recibió una importantísima recompensa del gobierno colombiano por encontrar pruebas contra testaferros del cartel, cuyos paraderos eran reclamados por la justicia desde hacía años. En un principio no quiso aceptarla pero pensó que Eduardo Y Francisco tenían derecho a una parte. Además, Eduardo le hizo ver que ese dinero lo ayudaría con los gastos de la reparación de la casa, lo cual era bastante justo. Francisco no quiso aceptar la suma que le ofrecía, por lo que Martín le constituyó un fideicomiso para que los hijos de aquel hombre pudieran estudiar en la universidad.
En los años que siguieron, Martín fue varias veces a la tumba de Carlos que, aparte de él, no visitaba mucha gente. Rezaba allí, porque finalmente había vuelto a entenderse con Dios. Más tarde consideró ese período de su vida como el de un “distanciamiento terapéutico” en el cual pudo acomodar algunas cosas y establecer con Él una relación más madura y cercana.
Elena, la mujer de Carlos, nunca supo bien lo que había sucedido. Martín hizo todo lo posible para que no se enterara de más de lo necesario, para evitarle aún mayores sufrimientos. Mariana la acompañó. Después de todo, ellas habían sido siempre buenas amigas; todo eso hasta que Elena decidió irse a Estados Unidos, adonde ya había estado con Carlos, para poner distancia de todo lo que había sucedido. Allí comenzó a trabajar y fue contratada por una ONG de ese país para realizar una singular tarea que le daría un giro inesperado a su vida. Una historia que merecería ser contada, pero no ahora.
La parte de la empresa que el cuñado de Claudia Giménez vendió al Remanso S.A., paso a una administración judicial, en la cual Martín fue nombrado representante del juzgado, lo que le dio una variante a su carrera, con una nueva actividad profesional. Siempre le había gustado lo relativo a la empresa y se le daban bien los números. Contrató a un gerente profesional y pasados unos años y debido a las buenas ganancias, él y la ex - viuda pudieron adquirir esa parte. Lo de ex – viuda se debe a que ella coincidió en una reunión con Alejandro, el hermano de Mariana y al poco tiempo se los vio dedicándose sus mejores sonrisas y miradas. Mariana los había presentado. La familia se agrandó.
Lola empezó a trabajar en la contaduría de la empresa administrada por Martín, hasta que varios años después logró notoriedad con sus cuadros, llegando a ser una renombrada pintora pero no siguió con Lucas. Unos años después, en Venecia mientras exponía su obra, conoció a otro pintor famoso… pero tal vez eso pueda contarse en otro momento.
Celia confesó: Cada vez que Claudia Giménez arreglaba para visitar a Martín en el Estudio, ella la tentaba para que viniera con alguna de sus hijas y les daba juguetes o golosinas a las chicas para que siempre acompañaran a su madre y no la dejaran sola en el despacho con Martín. Tenía miedo de que él se confundiera con esa mujer. El truco le había salido bien y se sentía muy orgullosa de eso. Las hijas de Claudia le tomaron cariño y las sacaba a pasear, junto con sus nietos, de tarde en tarde.
Martín ayudó a Dalma también. Logró convencer a la justicia de que ella había actuado primero por desconocimiento y luego bajo amenazas, por lo que fue absuelta por falta de mérito en la Argentina y en el Uruguay. También la ayudó a conseguir trabajo en una empresa en donde conoció al futuro padre de su hija. Antes de llegar a estar juntos, ambos se detestaron, pero eso ya es otra historia.
La casa de Córdoba fue reabierta y usada por todos, Martín y Mariana, Eduardo Verónica y los chicos, Lucía y Ernesto. Hasta tuvieron un perro allí y también lo llamaron Capitán, como el que había tenido Mary, la mujer de Esteban.
Eduardo y Verónica tuvieron a su bebe al cual llamaron Tomás. Ernesto y Lucía se casaron luego de que Ernesto terminara su postgrado. La primera hija de ellos fue novia de Tomás, pero ambos, cuando crecieron, vivieron muchas cosas que los mantuvieron separados a pesar de saber, desde siempre, que estaban hechos el uno para el otro. El amor puede ser tórrido pero también esquivo a veces y este lo fue, aunque contar lo que les sucedió, llevaría varios tomos que aún no han sido escritos.
Francisco volvió a Colombia y al cabo de varios años, se encontró frente a frente nuevamente con Ramiro Roncallo, que se había escapado de la cárcel, un día de lluvia en Cali. Roncallo había jurado vengarse de él y así intentó hacerlo. Lo que habría que relatar no es apto para aquellos afectos a las novelas de corte intimista y subjetivo, por lo que no será contado en esta ocasión.
Alberto y Sonia Jaramillo Andrade de regreso en Colombia, vivieron una vida más tranquila hasta que, por motivos inesperados, él debió presentarse como candidato a un importante cargo electivo en su país. En esas circunstancias Sonia tuvo un papel memorable que llevó a su marido a niveles de popularidad poco recordados allí. Luego se postularía a otro cargo más importante aún, historia interesantísima que podría narrarse alguna vez, pero no por ahora.
Por fin, Martín y Mariana fueron felices, tanto como es posible imaginar. Ambos volvieron a cuidar niños, que esta vez eran sus nietos. Esa felicidad se vio opacada en cierta oportunidad por aquel reloj de bolsillo que encontró Martín. Pero esa historia, tal vez sea alguna vez escrita, pero no en esta oportunidad.
Cada historia tiene su tiempo y cada tiempo sus historias. Tal vez el tiempo alguna vez, decida abrir sus páginas para dejarnos leer aquello que hoy nos oculta.


Dedicado a todas las Marianas, mujeres de hierro y corazón, que contienen, apoyan, alientan, comprenden y sobre todo aman a sus hombres, a pesar de los pesares.

miércoles, 9 de enero de 2008

58. El que todo lo purifica. Último Capítulo.

Estaba dispuesto a vaciar el cargador contra el fuego que le impedía eliminar al hombre que no podía ver y que estaba del otro lado, en alguna parte. De todas maneras tal vez muriera quemado. Esa idea le agradaba más. Mientras disparaba y pensaba en ello, una de las balas perforaba las latas de solvente que había quedado. La explosón le dio por completo. El fuego y el líquido inflamable se adhirieron a su cuerpo, su pelo, su cara… en el abrazo más cálido del mundo. Caminó vacilante hacia el escritorio de Martín mientras gritaba e intentaba en vano apagar con sus manos el fuego que lo emvolvía. Sus pasos dejaban regueros encendidos. La alfombra ardió al igual que las cortinas de la ventana hacia donde se dirigió, sin que en realidad tuviera mayor sentido. Se acercó a la baranda de madera del balcón y se arrojó entre las plantas del jardín de abajo. Murió pensando en el único homicidio de su vida que no había podido cometer.
El fuego se extendió por la entrada del altillo y el escritorio de Martín. La cortina había encendido la biblioteca y la alfombra el resto de los muebles. El cuero de la silla en donde Martín jugaba hacía años con Lucía, emanaba su humo blanco, como espíritus de los recuerdos que se alejan. En los estantes de la biblioteca las hojas de la tesis doctoral inconclusa de Martín, ardían y volaban hacia arriba como si el fuego al consumirlas las estuviera leyendo. El cochecito azul, aquel recuerdo del padre de Martín, cayó al suelo al explotar el vidrio de la vitrina por efecto del calor. Allí sus pequeños neumáticos humeantes se pegaban al piso y la pintura azul del capot se convertía en ampollas, primero celestes, luego pardas y luego en llamas.
La foto del casamiento de tió Ernesto con Mary, rodeada de los vidrios, se fue calentando hasta encenderse de golpe y desaparecer en segundos. Lo último que alguien hubiera podido ver de ella, fue la sonrisa de aquella hermosa mujer y sus dientes tan blancos… En la pared opuesta a la biblioteca, los retratos de los chicos que Mariana y Martín habían cuidado, volaban hacia el piso, como corriendo a participar en un juego que solo ellos conocían.
Muchos libros cayeron de sus estantes, no todos encendidos. Dickens, Dostoievsky, Poe, Borges, libros de derecho, novelas ilustres y no tanto, iban a parar sin rango ni jerarquía al mismo suelo en donde terminaban los volátiles papeles con membrete de El Remanso, que se consumían arrugándose en una retorcida mueca final.
Detrás de lo que iba quedando del escritorio, un óleo que había pintado Carmen comenzaba a arder. Ella lo había llamado “Equidistancias” y a Martín le había gustado mucho, por eso lo había mantenido allí, detrás de su silla. Las hojas casi naranjas de los árboles allí representados parecían no inmutarse con la llegada de las llamas que pasaron a formar parte repentina del paisaje otoñal.

Mariana había llegado a la casa, ya casi de noche, desde el hospital donde estaba Eduardo. De espaldas a ella, escuchó la explosión de aquella lata y la luz intensa que brotó de la ventana del pasillo, entre el escritorio y la puerta del altillo. Entonces recordó ese sueño que había tenido hacía unos días…
Buscó desesperadamente las llaves de la puerta de entrada en su cartera y no las encontro. No estaban allí.

En la cocina, Lucía, Lola y Lucas, trataban de salir del encierro. Pidieron ayuda por las ventanas. Habían escuchado los gritos del motociclista y ahora percibían el calor proveniente del techo. Era inutil que empujaran esa puerta porque abría para adentro, hacia su lado. La golpearon con lo que pudieron, pero solo lograban marcar aquella madera maciza.
-¡Apàrtense!- No distinguieron esa repentina voz. Luego de tres fuertes golpes, la puerta cedió y Lucía vió a Francisco y a…¡Ernesto! Ella se le colgó del cuello mientras Francisco los empujaba para que salieran de la casa.
-¡Afuera todos! Les gritaba.
-¡Mi papá esta arriba!
Francisco la miró sorprenndido pero corrió de inmediato escaleras arriba pero no pudo entrar por el pasillo que daba a la subida del altillo y al escritorio -¡Martín! ¡Está usted ahí!- Nadie respondió. No podía pasar por allí. Luego de llamarlo dos veces más, cerró la puerta de aquel infierno. Tal vez eso detuviera un poco el fuego.

Alguien había llamado a los bomberos. Mariana miraba la parte de la casa que se quemaba junto a Lucía. Ambas lloraban pensando en el hombre/padre que estaría allí arriba, en alguna parte. Ernesto las abrazaba a las dos.
Francisco no supo que más hacer. Le había fallado al que le había salvado la vida. No había podido ayudarlo cuando más lo necesitaba.
Las mangueras de los bomberos se estiraban y comenzaban a escupir su contenido que se mezclaba con el humo y se convertía en vapor sobre las partes de madera de esa casa, fuerte, resistente, cuyas paredes, anteriores a la época del cemento armado, resistirían cualquier embate, no así la madera.
En el altillo, Martín comenzó a respirar con cierta dificultad. El fuego estaba entrando en aquel lugar, Lo separaban del aire libre las vigas que sostenían las tejas. Tomó un viejo banco y comenzó a romper a golpes los rectángulos de barro ocre cocido del empinado techo. Rompió varias tejas. Cuando el agujero se abrió, las llamas entraron rapidamente en aquel lugar. Nadie las había invitado, pero ya habían tomado confianza para invadirlo todo.
Las dos autobombas estaban sofocando el fuego del techo y habían logrado que no se extendiera más allá del escritorio y el altillo en donde las tablas del piso se habían quemado, cayendo sobre el cieloraso de la cocina y de allí, ardientes, al piso de baldozas en damero blanco y negro.

No lo vieron salir de entre los bomberos y los policías que estaban allí, pero él si las vió y su corazón se asoció al sufrimiento de aquellas dos mujeres queridas. Cruzó la calle jadeante, tiznado, sucio y con sangre en el brazo, por un clavo del techo que lo había aeañado al salir. Había caminado por el alero hasta bajar a un balcón y de allí se deslizó hasta al jardín.
Nadie lo reconoció, tan sucio y harapiento como estaba; ni Francisco, ni Ernesto, ni siquiera Lucía. Pero ella si, Mariana vio los ojos inconfundibles del hombre que queria y corrio hacia él. Allí se quedaron los dos, juntos, abrazados bajo una inusual mezcla de chispas, agua y la palpitante luz de ese fuego que todo parecía querer consumir.

Dos meses después, precisamente un 1ero de octubre, el salón de la embajada de Colombia estaba iluminado a pleno. Una voz hablaba sobre un pequeño estrado. Otro hombre, corpulento, barbudo, pelirrojo y con un jacket en el que se lo veía incómodo, sonreía pero con la cara también roja de vergüenza. El pecho henchido más que nunca por el orgullo que le producía escuchar del embajador lo que había sido una acción heroica de su parte. –El Gordo de siempre- pensó Martín, también a su lado y vestido de igual forma. Luego de las palabras, el embajador procedió a darle a Martín, la Cruz Oficial y a Eduardo, la Cruz de Caballero, ambas de la Orden de San Carlos otorgadas por el gobierno de Colombia en reconocimiento a los servicios prestados al país. La de Martín, una cruz trebolada con rayos de oro; la de Eduardo similar, pero con rayos de plata.
Mariana, radiante como nunca, Verónica, Lucía, Ernesto, Sonia y Alberto Jaramillo Andrade, observaban la escena sonrientes. Atrás, Celia comía unos sandwichitos de miga.
-A mi me queda mejor que a vos, a pesar de que la tuya es más importante.
-Si Gordo, pero que el alfiler no te pinche porque vas a explotar como un globo, le contestó Martín entre risas. El gordó abrazó a Martín hasta casi ahogarlo.
-A vos no te dieron nada Ernesto ¿Por qué?.
-Debe ser porque saben que con vos tengo suficiente -le respondió el chico guiñándole un ojo.
A las doce en punto todos, excepto Martín, se miraron con complicidad. Algunos hacían comentarios por lo bajo.
Desde algún lado comenzó a escucharse la música de “Cumpleaños Feliz” que todos cantaron a coro preparándose para un brindis.
-Felices cuarenta años, mi amor -dijo Mariana en voz baja.
Un beso fue la respuesta que nadie oyó pero que todo el mundo vio.

Una tarde de octubre, en la que estaba solo en aquel departamento y en el escritorio que había sido de Esteban, sacó una hoja y comenzó a escribir: “Equidistancias. Una Mañana. “Eran las once y se había tomado el último sorbo de café. Pensó que lo que tenía era sueño después de una mala noche…”

FIN.

domingo, 6 de enero de 2008

57. Miedo.

Ernesto inició el mismo camino que había realizado Francisco. Silencioso, subió los primeros pasos de la escalera pero un sonido lo detuvo. Corrió hacia la salida de la cocina y los vio llegar. Cuatro patrulleros se acercaban a la entrada.
Dudó un momento, prefirió acercarse a la policía y contar lo que había sucedido. Ellos le apuntaron sus armas pero Ernesto les señalo el piso de arriba.
-Creo que la oferta es muy generosa verdaderamente –dijo Francisco.
-¡Llegó la policía! -Fue el grito que escuchó desde abajo.

-Pero creo que he decidido no aceptarla. Le falta algo –dijo mientras escuchaba los pasos que subían por la escalera.
-¿Qué le falta? ¡¿Qué?! -preguntó Roncallo con miedo a lo que podía venir.
-Un poco de decencia.
-¡Nos las vas a pagar!
-Esa es la historia de mi vida -respondió con una sonrisa de resignación.
Los policías del grupo “Halcón” se asomaron brevemente y luego de los consabidos “alto”, “baje el arma”, se llevaron a los dos hombres, también al que había atado Ernesto y al guardia de seguridad que estaba en el baúl del auto; este último, por si acaso.
-Vamos –le dijo Esteban a Francisco- tenemos que volver.

Martín había llamado a Verónica para que llevara esa noche a Dalma para que no pasara la noche sola. Ella podía ocuparse de esa mujer que había comenzado a ponerse nerviosa por la suerte de su hijo.
Luego, en su escritorio del piso de arriba, había hablado con Montevideo para tratar de ayudar al hijo de Dalma.
Quería llamar a Mariana, ver a su hija, acompañar a Eduardo, saber que había pasado con Ernesto y Francisco. No sabía por donde empezar. Llamó a lo de Eduardo, el teléfono estaba ocupado. Se sentía sucio. Tenía barba de tres días, el pelo pastoso y seguía con dolor de cabeza. Se sentó en su escritorio para pensar en cómo seguir.

El motociclista acercó su auto a la casa de Martín pero lo estacionó antes de llegar a la esquina. Bajó, caminó unos pasos y al doblar, instintivamente vio el auto con el policía dentro. No iba a dejar que ese pequeño detalle perturbara lo que había venido a hacer. Se acercó a la ventanilla del conductor y con gesto amigable le pidió que bajara el vidrio.
-¿Podría usted decirme…? No acabó la frase. El ruido de los dos disparos de su pistola 9 milímetros con silenciador podría haberse confundido con el inicio del gorjeo de un pájaro. Canto letal para el policía. Inclinó al hombre para que pareciera dormitar contra el apoya cabezas del coche y se dirigió a la puerta. Buscó un aparente manojo de llaves que tenía colgado del cinturón, del lado de atrás.

-En la próxima esquina tenés que doblar a la derecha –le dijo Lucía a Lucas. Al llegar vio lo que quería ver: a un hombre de espaldas que bien podía ser su padre, entrando por la puerta del jardín. Bajó del coche de Carmen, detrás del móvil policial con el oficial muerto y corrió a la entrada. Vio que ese hombre no era su padre… era el que la había atacado. Antes de que pudiera gritar, el Motociclista ya había sacado su arma. Ella enmudeció de miedo. –Nos vemos otra vez muñequita ¿Qué sorpresa verdad?- No terminó de decir esto cuando Lucas y Lola ya estaban detrás de ella.
-¡Abrí la puerta y no grites! Ustedes no se muevan porque no estoy de humor. No me importa que sean unos estúpidos adolescentes. La sangre de todos los muertos es del mismo color- dijo el hombre.
La única que conservaba casi viva su lucidez era Lola que a pesar del miedo, trataba de observar cada detalle de lo que sucedía. Lucía abrió la puerta. Vio la luz de la cocina encendida y se dirigió hacia allí.
-Caminá hacia adentro, si hay alguien no digas nada y quedate cerca de la puerta
Lucía entró –No hay nadie- dijo aliviada.
Ustedes dos, tortolitos, entren aquí. En el piso de arriba se escuchaban pasos. Lucía sabía perfectamente que el escritorio de su papá estaba sobre la cocina. Había escuchado infinidad de veces a su padre caminando sobre los gastados y crujientes listones de madera.
El Motociclista buscó la salida de la cocina, se cercioró de que estuviera cerrada y se guardó el llavero. Miró las otras puertas y las cerró también con llave. Era evidente que el hombre buscaba encerrarlos allí. Antes de hablar, miró si la última puerta que le faltaba cerrar, por la que habían entrado a la cocina, tenía la llave colocada. La tenía y también se la llevó. Todas las ventanas tenían rejas.
-La muñeca y ustedes dos, se quedan aquí sin hacer ruido. Llego a escuchar el murmullo del agua saliendo de una canilla aquí dentro y los mato ¿Entendieron bien? –dijo el Motociclista mientras arrancaba de la pared el teléfono, dejándolo prolijamente sobre la mesada de la cocina. El hombre vio extrañado los agujeros de bala en la pared y la mancha de sangre que había producido la herida de Eduardo.
Cerró la puerta de la cocina con llave y fue a las escaleras.
-¡Papá puede estar arriba y no tiene armas! Tengo que avisarle.
-No puedo unir los cables del teléfono -dijo Lucas.
-Lucía, aunque sea arriesgado para nosotros deberíamos gritar para que tu padre esté alerta. Podemos intentar golpear a ese loco con algo si vuelve… Es peligroso pero… no veo otra cosa que podamos hacer –dijo Lola resignada aunque dispuesta a arriesgarse.
-Si… -le respondió Lucía. Lola y Lucas se colocaron a ambos lados de la puerta. Él con un cuchillo de cocina y ella con un insecticida en aerosol en una mano y un viejo cucharón en la otra. –Preparados- dijo Lucía.
-¡Papa! ¡Cuidado, hay un hombre armado subiendo por las escaleras! ¡Cuidado!
Aquellos desgañitados gritos fueron oídos por Martín pero también por el Motociclista que con furia volvió sobre sus pasos, dispuesto a acabar con todos los de la cocina. Estaba por colocar la llave en la puerta cuando Martín comenzó a bajar por la escalera de madera. El Motociclista lo vio y Martín a él. Primer disparo. Martín corrió hacia su escritorio, cerrando la puerta del pasillo, pero no estaba colocada la llave, por lo que no pudo cerrarla. Entró al escritorio y logro cerrar.
Tomó el teléfono inalámbrico, se colocó al lado de la puerta y comenzó a llamar al 911…
El segundo y el tercer disparo bastaron para hacer saltar la cerradura. Martín no lo pensó don veces y se arrojó contra el motociclista tratando de quitarle la pistola. Las manos de ambos se entrecruzaban sobre el arma. Cuarto, quinto y sexto disparo. Los tres fueron a parar al cielorraso. El motociclista empujó a Martín contra el escritorio. La foto de tío Ernesto y Mary que habían traído de Córdoba cayó y el vidrio se hizo añicos desparramándose por el suelo. Martín de espaldas al escritorio y el otro hombre inclinado sobre él, tratando de dispararle. El séptimo, octavo y noveno disparo fueron a parar a veinte centímetros de la cabeza de Martín, sobre la tabla del escritorio. Éste logró empujar con una patada hacia atrás al Motociclista quien, buscando hacer pié, resbaló con los vidrios del retrato, volviendo a caer hacia su oponente sin soltar la pistola. Martín volvió deliberadamente a querer disparar el arma y lo logró. El décimo disparo se incrustó contra “Matar a un Ruiseñor” de Harper Lee, que estaba en la biblioteca de detrás del escritorio y por fin el “clic” del percutor sonando en la recámara vacía. Martín aflojó su mano derecha de la pistola y dio un puñetazo a la cara del Motociclista quien martilleó aún dos veces el percutor de la pistola ahora descargada. Martín de un tirón se la arrancó de la mano. El Motociclista intentó tomarla con la otra. La pistola fue a parar unos metros de donde estaban.
Ambos cayeron al piso sobre los vidrios. El cabezazo de Martín sobre la cara del otro hombre lo atontó unos segundos. Logró incorporarse, pero el asesino se arrastraba hacia la pistola sin balas… Antes de que Martín volviera a arrojarse sobre él, vio como sacaba de un bolsillo otro cargador... Era mejor salir de aquel lugar. No tenía tiempo de llegar a la pistola otra vez. Pero tampoco podía bajar, allí estaba Lucía, si es que no había logrado huir de la casa. Tenía que… subir. Salió por la puerta y entró en la de enfrente, la del altillo. La cerró desde adentro y subió la vieja y estrecha escalera construida en 1921 junto con el resto de la casa. Se parapetó detrás de unos polvorientos estantes de madera con varias latas de pintura, pinceles y aguarrás, entre otros trastos. El primer tiro atravesó la puerta hacia arriba. Martín se guarneció detrás de una estantería con pesadas baldosas y tejas. El lugar no tenía ventanas. Podía ver las tejas de la casa que apoyaban directamente sobre las vigas de madera sostenidas por clavos. Otros dos disparos se oyeron. Uno de ellos había roto una teja arriba de su cabeza, pero otro había perforado una lata de aguarrás de cinco litros, la que comenzó a derramarse sobre la escalera descendente. La puerta del altillo se abrió. Martín empujó con todas sus fuerzas el mueble con las tejas y baldosas que a su vez derribó el de las pinturas y el aguarrás, cayendo todo por el hueco de la escalera. Al ver lo que se le venía encima el Motociclista disparó nuevamente. La bala rebotó contra una vieja baldosa cuyo chispazo llegó al aguarrás.
El fuego no tardó en extenderse por el hueco de aquella escalera.
El motociclista comenzó a disparar enloquecido hacia el fuego.
No había puerta de salida para Martín. La única que existía se estaba incendiando con un loco del otro lado tratando de matarlo.

miércoles, 2 de enero de 2008

56. Encuentro.

La herida… Martín pensó en esa herida que le había hecho el Motociclista en el auto de Ortega. Podía intentar algo aún para que detuvieran a ese policía corrupto. Seguramente no estaba allí para hacerle una visita de cortesía. Alguien lo había enviado por alguna razón. Nada bueno seguramente.

-Ortega ¿Por qué no nos acompaña al lugar exacto en donde ocurrió lo de mi hija? Es importante.
-Eh… bueno, pero usted sabe bien lo que pasó y consta en la denuncia que se hizo pero si insiste…
-Vaya en su auto y muéstrenos cómo se aproximó aquel hombre a mi hija.
Ortega así lo hizo. Solo tenía que doblar en la esquina y avanzar unas decenas de metros por la calle de la vía.
En el camino hacia allí, Martín le dijo al policía provincial –Ahora tal vez pueda darle la prueba que usted quiere. Lo que no llegué a decirle es que este hombre está vinculado con narcotraficantes y gente que les administra el dinero. Son colombianos. Si a usted no le interesa el caso, ya habrá otro compañero suyo más ávido de justicia o en el peor de los casos, de protagonismo. Le ofrezco la oportunidad de ganarse un buen ascenso, le daré toda la información para que impresione a sus superiores pero usted tiene que detener a este tipo, porque no está aquí por casualidad. Además tiene que garantizarme toda la protección necesaria para mi familia pero con policías de confianza. Tómelo o déjelo. Si no acepta, ya encontraré a alguien que quiera beneficiarse con el trato.
-Si usted me da algún indicio de que lo que dice es verosímil, detengo al tipo. Si me quiere decir lo de los narcos o no, decídalo usted. No se por quién me toma. Trato de cumplir lo mejor que puedo mi trabajo y créame que no es fácil hacerlo.
-Seguramente por tipos como Ortega. Pero disculpe, tenía que estar seguro de que usted no tenía un arreglo con él.
-No soy un vendido, si a eso se refiere. Pero imagine que no puedo detener a otro policía y encima federal, sin un buen motivo.
-Espero poder dárselo enseguida. Vamos.
Ortega se detuvo en donde bajó del auto para asistir a Lucía. –Es aquí- dijo.
-Ah, bien. Es muy curioso porque este es el mismo lugar en donde usted me dijo que subiera para llevarme a encerrar a esa fábrica en Tigre. Además está usando el mismo auto de aquella vez. Qué curioso…
-Pero… ¿Otra vez con esa historia?, ya estoy empezando a cansarme de sus cuentos. ¿Para qué me trajo hasta aquí?
Martín siguió hablando. -Además esto fue, si mi memoria no falla, hace dos días y su auto está muy sucio.
-¿De qué está hablando Martín? No vine aquí para conversar sobre la tierra de mi auto. Si, es verdad, estuve muy ocupado y no tuve tiempo de lavarlo.
Martín abrió la puerta del lado del acompañante en donde él había estado sentado.

-Entonces la sangre… mi sangre, debe estar todavía aquí… Unas pequeñas manchas parduscas se veían en el asiento y sobre el tablero.
Ortega llevó la mano a su pistola pero el otro oficial se le había adelantado y ya lo apuntaba con la suya. –Me parece que va a tener que dar explicaciones sobre esas manchas- Dijo el hombre.
-¡Es sangre de un detenido de ayer! –respondió acalorado Ortega.
-A mi no tiene que explicarme nada. Los de la Policía científica, como usted sabe, van a analizar las manchas en ese auto y si llega a ser sangre del doctor… Tendrá que vérselas a un juez. Seguidamente se escuchó el característico ruido de cierre de las esposas en las muñecas de Ortega.
Lo llevaron al patrullero y el jefe llamó por radio para explicar lo que había sucedido, pidiendo custodia para Martín, su familia y para Ortega, que desde ese momento, también estaba en peligro.
-Martín le contó brevemente lo principal de su relato, pero omitió, todavía no sabía que iba a hacer, toda referencia a Dalma. En algún momento debería contar la historia completa. Le dijo al oficial a qué lugar exacto tendrían que enviar de inmediato policías. Sabía que allí habían ido Ernesto y Francisco.
Cuando la mayoría de los policías se fueron, Martín le preparó algo caliente a Dalma. En la puerta había quedado un auto civil de la policía con un hombre.
-Hábleme ahora de su hijo, tenemos que ponerlo a salvo- le dijo a Dalma.

Francisco comenzó a subir silenciosamente la escalera metálica. Ya arriba, se parapetó en la pared contigua a la puerta. Había dos hombres… uno armado. Tenía que entrar ahora, antes de que lo vieran. Desde allí podrían verlo por el reflejo de los vidrios del balcón.
Entró y… su sorpresa fue mayúscula al ver a uno de esos hombres.
En el piso de abajo y por la puerta principal, otro custodio se acercaba a la base de la escalera. Ernesto comprendió que sorprendería por detrás a Francisco y que no tendría escapatoria. -Qué diablos…-se dijo.

Corrió con todas sus fuerzas hasta el hombre armado desde la puerta de la cocina en donde estaba escondido y se arrojó haciéndole un tackle, al mejor estilo de los que hacía cuando jugaba al rugby. El custodio cayo, golpeando su pecho contra el piso a centímetros del borde de la escalera metálica. El arma voló unos metros. El hombre se dio vuelta inmediatamente. Ernesto logró asestarle un puñetazo en la cara, pero luego de recibirlo, logró asir al chico por el cuello fuertemente. Ernesto, desde esa postura, no tenía demasiada movilidad, no podía librarse de esos brazos que lo atenazaban. La solución no estaba en liberarse de aquellas garras, Con poco aire comenzó a dar puñetazos contra la cara de su oponente. Al tercer golpe, que le dio limpio en un ojo, el hombre aflojó las manos.
-Esta va por Martín- le dijo mientras le pegaba un puñetazo fuertísimo en la barbilla. -Esta otra por Eduardo- golpe que fue a parar a la nariz, rompiéndole el tabique- Y esta otra por Lucía- que dio en la sien izquierda del custodio. Aparentemente había perdido el conocimiento.
-Para que nunca te metas con un tipo entrenado, dijo como para darse valor. Francisco había subido y no había escuchado ningún sonido desde allí arriba. ¿Estaría allí Martín? Arrastró al hombre a la cocina y le ató las manos y los pies con hilo plástico de envolver paquetes que encontró por allí. Pensó que con eso bastaba. Tenía que volver por la pistola y ver lo que sucedía arriba.

Francisco apuntó al custodio y le ordenó que lentamente dejara el arma en el piso. –Deja también la que tienes en la pantorrilla. El hombre obedeció lentamente.
-Vaya, finalmente nos volvemos a ver. Dijo el hombre sin nombre.
-No puede ser. Todos creen que usted está escondido en Colombia…
-Bueno, tú sabes que los negocios de hoy se hacen aquí o allá.
Francisco observaba aún en tensión, buscando más guardias.
-No te preocupes, estamos solos ¿Por qué no hablamos?, dijo aquel hombre mientras era revisado por Francisco en busca de armas. –Vamos, sabes que no las uso, tengo gente para eso… El guardia parecía pensar en qué hacer.
-¿Dónde está el abogado que se llevó el policía ese?
-¿Qué tienes tu que ver con él? Lamentablemente ya no está aquí.
-Francisco no le creyó pero le dijo: -Quién iba a decir que me iba a encontrar a uno de los hombres más poderosos de la Organización aquí en Argentina. Ramiro Roncallo… el principal testaferro del Cartel, hombre de confianza de los jefes para sus negocios alrededor del mundo. Recuerdo la última vez que nos vimos.
-Reconozco que en aquella oportunidad cometimos un lamentable error.
-Si, todavía conservo la cicatriz en el brazo izquierdo que me dejó ese error. ¿Y el acento argentino? Le sale bastante bien. Usted si que tiene recursos.
-Tonterías. Vamos a lo importante. Puedo compensarte por esa herida y por todas las que te hayas hecho en tu vida. Sé que contigo no fuimos justos pero estamos a tiempo de remediarlo. Quiero decir que no fuimos suficientemente generosos las otras veces en que nos cruzamos contigo.
-¿Ah si? ¿Qué ofrece esta vez? Francisco quería ganar tiempo y averiguar dónde estaban los otros hombres. Ese hombre no podía tener mucho personal alrededor, hubiera sido llamativo pero tampoco estar solo con un solo guardia.
-Veo que ahora eres más razonable. Se me ocurre por el momento ofrecerte una cuenta en un banco en las islas Bermudas por la cifra que quieras. La que pidas. ¿Quieres enviar a tus hijos a las mejores universidades de Europa o Estados Unidos? ¿Una casa en Coral Gables? ¿Un condominio en Park Avenue? Una villa en el Lago Di Como sería fantástica. Piénsalo ¿Mujeres? ¿Hombres? Te puedo ofrecer… la Administración de la Iglesia Internacional del Reinado de Dios… toda para ti… es uno de nuestros negocios más rentables. Tú lo sabes. En la mano izquierda de aquel hombre brillaba el famoso anillo con un pequeño diamante azul que usaba todo miembro importante del Cartel, solo cuanto estaban “en funciones”.
Francisco pensó que aquel hombre, uno de los más encumbrados del mundo de la droga, creador de ingeniosos negocios para lavar dinero, debía estar realmente desesperado. Eso podría querer decir que por algún motivo los hombres que tenían que estar allí, no estaban. O quizá que trataba de ganar tiempo hasta que llegaran. No lo sabía. Recordó a Ernesto y comenzó a preocuparse por él. Tenía a tiro a los dos hombres. Pero no sabía lo que podía estar pasando afuera. También se preocupó por Martín a quien no habían podido encontrar.

Mientras tanto, no lejos de allí, dos autos se acercaban a la casa de Martín. En viajaba Lucía y en el otro, el Motociclista.