miércoles, 4 de julio de 2007

3. Lágrimas, palomas y vino. Parte 1.

Comieron juntos, no hablaron demasiado.
El no jugaría su partido de paleta de ese viernes porque el “invitado” de mañana se iría temprano, el sábado tenía un parcial.
-Qué estudioso el chico -Dijo con sorna Martín.
-Es compañero de Lucía tonto, parece que estuvieras celoso.
-Que va…. -Dijo como queriendo significar todo lo contrario.
Mariana le dijo que lo veía raro, cansado.
Martín no le contestó pero hizo un gesto indeterminado con la cabeza mirando su plato.
Más tarde le dieron de comer al bebe que se durmió enseguida agarrando fuerte una especie de trapito que siempre tenía en la cuna. El trapito parecía un viejo pañuelo de lino gastado.
El bebe era distinto de los otros, parecía decirle que lo necesitaba, que no lo dejara ni lo entregara a otra familia. No era común que le pasara eso y también lo atribuyó al estado en el que estaba y que prefería definir científicamente como “cansancio” por ahora.
-¿Te pasa algo? -Volvió a decirle Mariana mientras se desvestía.
Martín se había quedado sentado a los pies de la cama como si estuviera fumando, solo que no fumaba.
-No… no…, debo de haber tomado frío.
-Mariana lo beso despacio, Martín lo hizo más rápido, pero ella lo chistó y él la beso de nuevo, pero como correspondía. Un rato después se durmieron. Antes, ella había apoyado su cabeza en la espalda de él.

Martín esa noche soñó; soñó y luego lo recordó. Estaba solo y desnudo en un lugar desconocido, nadie le hablaba, parecía tener cinco o seis años allí.
Al otro día viajando se preguntó que significaría ese sueño.
La mañana siguiente transcurrió entre Tribunales y escritos del estudio, mucho no se concentró. Lo rondaba ese sueño, como un mensaje indescifrado. Pensó en sus padres que no recordaba, en los hermanos que nunca tuvo y en tu tío Oscar, el hermano de su padre que lo había criado, o por lo menos, eso era lo que su tío decía.
Pensó otras muchas cosas.
Celia hizo pasar a Claudia Jiménez de Lorea y le ofreció un café que ella rechazó.
Martín notó que tenía los ojos enrojecidos y que parecía haber llorado.
Lo conmovió su aparente fragilidad y el aspecto no demasiado arreglado, nada de lo cual opacaba el azul de sus ahora aún más acuosos ojos ni lo armonioso de sus facciones.
-¿Claudia está usted bien? –Empezó Martín.
-Estas semanas no han sido fáciles, sin papá y… sola con los chicos me parece que no puedo. No puedo con la fábrica y mi cuñado que tiene la mitad de todo, no me quiere ver, me dice que está ocupado con todo, que ya me va a hablar, me manda unos sobres con plata y nunca se a que corresponden, no veo recibos, balances nada. Yo soy profesora de inglés no se nada de números. Cuando Marcos, el papá de los chicos, vivía, se entendía bien con mi cuñado, el era contador. Tengo miedo por los chicos, quiero que les quede algo a ellos… yo puedo trabajar…
Y comenzó a llorar, se notaba que deseaba evitarlo pero no pudo.
Martín permaneció inmóvil y le pareció como si todo el dolor de esa mujer le hubiera sido transmitido a él, volcado en él. En una fracción de segundo imaginó o creyó imaginar, todas las posibilidades de dolor que podrían pasar por el corazón de esa mujer sola, muy sola…
La mujer se puso de pié para sacar un pañuelo de su cartera que había quedado con su abrigo en el sillón de atrás.
Sin pensar Martín la tomó de los hombros y la abrazó, como hacía mucho que no lo hacía con Mariana. Creyó comprenderla, quería protegerla, cuidarla y por un minuto cerró los ojos y no pensó en nada más.
Ella se abrazó a él como quien se aferra a un salvavidas en un naufragio y sollozó aún más fuerte. Celia desde afuera se sobresaltó por el llanto ahogado y entró sin llamar; se quedó mirando desde la puerta y la cerró despacio preguntándose desde su escritorio que estaba pasando con Martín, que siempre había cuidado sus relaciones profesionales con mujeres con mucha corrección. Ella lo sabía, sabía todo y podía casi leerle la mente después de 15 años de trabajar con él, porque había cumplido 61 años y sobretodo, porque era mujer.
La otra mujer lloraba y decía con su cara pegada al pecho de Martín, -Prométame que me va ayudar, no se que hacer, si Marcos viviera…
El dolor se hacía más grande a través de esa misteriosa conexión de, hasta hacia pocos minutos, un abogado con su cliente.
Celia entró con una bandeja, dos vasos de agua y unos pañuelitos de papel y miró a Martín por encima de sus anteojos de lectura “¿Jefe no se habrá pasado un poco esta vez?”-Pareció decirle. Pero él no captó el mensaje, estaba aturdido. Ya se habían separado pero continuaban de pié a menos pasos de lo que la secretaria hubiera deseado.
Celia se dio cuenta de que algo estaba mal y salió a llamar un taxi para la mujer, porque era evidente que esa reunión no iba a continuar.
Martín dijo antes de que la mujer se fuera, con voz firme –Me voy a ocupar de usted. Le prometo que lo voy a hacer. Ella le agradeció mientras salía, un poco avergonzada por lo que había pasado.
Martín se sentó en el sillón del escritorio y comenzaron a caerle las lágrimas, se esforzó en tratar de recomponerse. Se sirvió agua de la jarra y tomó del vaso hasta el final.
Celia toco tres veces muy despacio la puerta del despacho. Como no escuchó respuesta entró. Martín se veía casi desconocido, ni siquiera vio que ella había entrado. Sus ojos estaban enrojecidos y se insinuaba una palidez nada habitual en él. ¿Qué le pasaría? ¿Quién era esa mujer en realidad?
-Se le acercó y le dijo con tono de abuela perfectamente estudiado. ¿Martín porque no se va a tomar un poco de aire? Mire, hay sol, váyase a la Plaza San Martín, son solo dos cuadras.
Buscó el sobretodo y le hizo unos exagerados movimientos como ayudando a que se lo pusiera. El la miró y apenas le sonrió como agradeciéndole el gesto, se puso el sobretodo y salió.
Celia se prometió hacer algo por su jefe. Pero si hasta podía haber sido su hijo.
-¿Qué me pasa? –se dijo Martín, mirando hacia la plaza, dos cuadras más allá.