domingo, 13 de enero de 2008

Epílogo

Caminando por lo que había quedado de las maderas del piso de su estudio, Martín pudo ver, debajo de algunas tablas que no se habían quemado, un antiguo reloj de bolsillo, cuya increíble historia llegó a conocer años después. Pero este ya no es momento de contarla.

El fuego había destruido aquel lugar que había estado lleno de recuerdos, pero no sintió pena por aquellos objetos perdidos. Tenía a su familia y eso era lo que contaba. La cocina que estaba debajo, en donde fueron a caer los restos quemados, solo devolvió intacta una foto del casamiento de Martín y Mariana. Tal vez el marco plateado había protegido aquel portarretratos, pero eso ya no importaba. El resto de la casa había quedado intacta pero tiznada y con humo impregnado que tardó meses en desaparecer completamente.
Luego del incendio, la familia se fue por un tiempo al departamento que les había dejado Esteban. Pronto, Martín y Mariana se pusieron en campaña para arreglar la casa, su casa, contando con una ayuda inesperada.
Con la detención de Ramiro Roncallo, el testaferro e ingenioso inventor de negocios del cartel, comenzaron las redadas en Buenos Aires, Montevideo, Cali, Bogotá y San Pablo. El papel manuscrito con los nombres de los tres testaferros que habían guardado en la caja de seguridad del banco, fue crucial. Se realizaron detenciones, allanamientos y confiscaciones, de acuerdo a las leyes de cada país. Las salas de espectáculos que utilizaba para funcionar la Iglesia Internacional del Reinado de Dios, fueron rematadas en los cuatro países y los fondos, provenientes del lavado de dinero, finalmente entregados a instituciones benéficas.
Detuvieron a varios jefes de la organización, lo que significó un duro golpe a los zares de la droga. Con el correr del tiempo, otros ocuparon sus lugares, pero eso fue mucho tiempo después y no vale la pena contar cómo sucedió.
Martín recibió una importantísima recompensa del gobierno colombiano por encontrar pruebas contra testaferros del cartel, cuyos paraderos eran reclamados por la justicia desde hacía años. En un principio no quiso aceptarla pero pensó que Eduardo Y Francisco tenían derecho a una parte. Además, Eduardo le hizo ver que ese dinero lo ayudaría con los gastos de la reparación de la casa, lo cual era bastante justo. Francisco no quiso aceptar la suma que le ofrecía, por lo que Martín le constituyó un fideicomiso para que los hijos de aquel hombre pudieran estudiar en la universidad.
En los años que siguieron, Martín fue varias veces a la tumba de Carlos que, aparte de él, no visitaba mucha gente. Rezaba allí, porque finalmente había vuelto a entenderse con Dios. Más tarde consideró ese período de su vida como el de un “distanciamiento terapéutico” en el cual pudo acomodar algunas cosas y establecer con Él una relación más madura y cercana.
Elena, la mujer de Carlos, nunca supo bien lo que había sucedido. Martín hizo todo lo posible para que no se enterara de más de lo necesario, para evitarle aún mayores sufrimientos. Mariana la acompañó. Después de todo, ellas habían sido siempre buenas amigas; todo eso hasta que Elena decidió irse a Estados Unidos, adonde ya había estado con Carlos, para poner distancia de todo lo que había sucedido. Allí comenzó a trabajar y fue contratada por una ONG de ese país para realizar una singular tarea que le daría un giro inesperado a su vida. Una historia que merecería ser contada, pero no ahora.
La parte de la empresa que el cuñado de Claudia Giménez vendió al Remanso S.A., paso a una administración judicial, en la cual Martín fue nombrado representante del juzgado, lo que le dio una variante a su carrera, con una nueva actividad profesional. Siempre le había gustado lo relativo a la empresa y se le daban bien los números. Contrató a un gerente profesional y pasados unos años y debido a las buenas ganancias, él y la ex - viuda pudieron adquirir esa parte. Lo de ex – viuda se debe a que ella coincidió en una reunión con Alejandro, el hermano de Mariana y al poco tiempo se los vio dedicándose sus mejores sonrisas y miradas. Mariana los había presentado. La familia se agrandó.
Lola empezó a trabajar en la contaduría de la empresa administrada por Martín, hasta que varios años después logró notoriedad con sus cuadros, llegando a ser una renombrada pintora pero no siguió con Lucas. Unos años después, en Venecia mientras exponía su obra, conoció a otro pintor famoso… pero tal vez eso pueda contarse en otro momento.
Celia confesó: Cada vez que Claudia Giménez arreglaba para visitar a Martín en el Estudio, ella la tentaba para que viniera con alguna de sus hijas y les daba juguetes o golosinas a las chicas para que siempre acompañaran a su madre y no la dejaran sola en el despacho con Martín. Tenía miedo de que él se confundiera con esa mujer. El truco le había salido bien y se sentía muy orgullosa de eso. Las hijas de Claudia le tomaron cariño y las sacaba a pasear, junto con sus nietos, de tarde en tarde.
Martín ayudó a Dalma también. Logró convencer a la justicia de que ella había actuado primero por desconocimiento y luego bajo amenazas, por lo que fue absuelta por falta de mérito en la Argentina y en el Uruguay. También la ayudó a conseguir trabajo en una empresa en donde conoció al futuro padre de su hija. Antes de llegar a estar juntos, ambos se detestaron, pero eso ya es otra historia.
La casa de Córdoba fue reabierta y usada por todos, Martín y Mariana, Eduardo Verónica y los chicos, Lucía y Ernesto. Hasta tuvieron un perro allí y también lo llamaron Capitán, como el que había tenido Mary, la mujer de Esteban.
Eduardo y Verónica tuvieron a su bebe al cual llamaron Tomás. Ernesto y Lucía se casaron luego de que Ernesto terminara su postgrado. La primera hija de ellos fue novia de Tomás, pero ambos, cuando crecieron, vivieron muchas cosas que los mantuvieron separados a pesar de saber, desde siempre, que estaban hechos el uno para el otro. El amor puede ser tórrido pero también esquivo a veces y este lo fue, aunque contar lo que les sucedió, llevaría varios tomos que aún no han sido escritos.
Francisco volvió a Colombia y al cabo de varios años, se encontró frente a frente nuevamente con Ramiro Roncallo, que se había escapado de la cárcel, un día de lluvia en Cali. Roncallo había jurado vengarse de él y así intentó hacerlo. Lo que habría que relatar no es apto para aquellos afectos a las novelas de corte intimista y subjetivo, por lo que no será contado en esta ocasión.
Alberto y Sonia Jaramillo Andrade de regreso en Colombia, vivieron una vida más tranquila hasta que, por motivos inesperados, él debió presentarse como candidato a un importante cargo electivo en su país. En esas circunstancias Sonia tuvo un papel memorable que llevó a su marido a niveles de popularidad poco recordados allí. Luego se postularía a otro cargo más importante aún, historia interesantísima que podría narrarse alguna vez, pero no por ahora.
Por fin, Martín y Mariana fueron felices, tanto como es posible imaginar. Ambos volvieron a cuidar niños, que esta vez eran sus nietos. Esa felicidad se vio opacada en cierta oportunidad por aquel reloj de bolsillo que encontró Martín. Pero esa historia, tal vez sea alguna vez escrita, pero no en esta oportunidad.
Cada historia tiene su tiempo y cada tiempo sus historias. Tal vez el tiempo alguna vez, decida abrir sus páginas para dejarnos leer aquello que hoy nos oculta.


Dedicado a todas las Marianas, mujeres de hierro y corazón, que contienen, apoyan, alientan, comprenden y sobre todo aman a sus hombres, a pesar de los pesares.

miércoles, 9 de enero de 2008

58. El que todo lo purifica. Último Capítulo.

Estaba dispuesto a vaciar el cargador contra el fuego que le impedía eliminar al hombre que no podía ver y que estaba del otro lado, en alguna parte. De todas maneras tal vez muriera quemado. Esa idea le agradaba más. Mientras disparaba y pensaba en ello, una de las balas perforaba las latas de solvente que había quedado. La explosón le dio por completo. El fuego y el líquido inflamable se adhirieron a su cuerpo, su pelo, su cara… en el abrazo más cálido del mundo. Caminó vacilante hacia el escritorio de Martín mientras gritaba e intentaba en vano apagar con sus manos el fuego que lo emvolvía. Sus pasos dejaban regueros encendidos. La alfombra ardió al igual que las cortinas de la ventana hacia donde se dirigió, sin que en realidad tuviera mayor sentido. Se acercó a la baranda de madera del balcón y se arrojó entre las plantas del jardín de abajo. Murió pensando en el único homicidio de su vida que no había podido cometer.
El fuego se extendió por la entrada del altillo y el escritorio de Martín. La cortina había encendido la biblioteca y la alfombra el resto de los muebles. El cuero de la silla en donde Martín jugaba hacía años con Lucía, emanaba su humo blanco, como espíritus de los recuerdos que se alejan. En los estantes de la biblioteca las hojas de la tesis doctoral inconclusa de Martín, ardían y volaban hacia arriba como si el fuego al consumirlas las estuviera leyendo. El cochecito azul, aquel recuerdo del padre de Martín, cayó al suelo al explotar el vidrio de la vitrina por efecto del calor. Allí sus pequeños neumáticos humeantes se pegaban al piso y la pintura azul del capot se convertía en ampollas, primero celestes, luego pardas y luego en llamas.
La foto del casamiento de tió Ernesto con Mary, rodeada de los vidrios, se fue calentando hasta encenderse de golpe y desaparecer en segundos. Lo último que alguien hubiera podido ver de ella, fue la sonrisa de aquella hermosa mujer y sus dientes tan blancos… En la pared opuesta a la biblioteca, los retratos de los chicos que Mariana y Martín habían cuidado, volaban hacia el piso, como corriendo a participar en un juego que solo ellos conocían.
Muchos libros cayeron de sus estantes, no todos encendidos. Dickens, Dostoievsky, Poe, Borges, libros de derecho, novelas ilustres y no tanto, iban a parar sin rango ni jerarquía al mismo suelo en donde terminaban los volátiles papeles con membrete de El Remanso, que se consumían arrugándose en una retorcida mueca final.
Detrás de lo que iba quedando del escritorio, un óleo que había pintado Carmen comenzaba a arder. Ella lo había llamado “Equidistancias” y a Martín le había gustado mucho, por eso lo había mantenido allí, detrás de su silla. Las hojas casi naranjas de los árboles allí representados parecían no inmutarse con la llegada de las llamas que pasaron a formar parte repentina del paisaje otoñal.

Mariana había llegado a la casa, ya casi de noche, desde el hospital donde estaba Eduardo. De espaldas a ella, escuchó la explosión de aquella lata y la luz intensa que brotó de la ventana del pasillo, entre el escritorio y la puerta del altillo. Entonces recordó ese sueño que había tenido hacía unos días…
Buscó desesperadamente las llaves de la puerta de entrada en su cartera y no las encontro. No estaban allí.

En la cocina, Lucía, Lola y Lucas, trataban de salir del encierro. Pidieron ayuda por las ventanas. Habían escuchado los gritos del motociclista y ahora percibían el calor proveniente del techo. Era inutil que empujaran esa puerta porque abría para adentro, hacia su lado. La golpearon con lo que pudieron, pero solo lograban marcar aquella madera maciza.
-¡Apàrtense!- No distinguieron esa repentina voz. Luego de tres fuertes golpes, la puerta cedió y Lucía vió a Francisco y a…¡Ernesto! Ella se le colgó del cuello mientras Francisco los empujaba para que salieran de la casa.
-¡Afuera todos! Les gritaba.
-¡Mi papá esta arriba!
Francisco la miró sorprenndido pero corrió de inmediato escaleras arriba pero no pudo entrar por el pasillo que daba a la subida del altillo y al escritorio -¡Martín! ¡Está usted ahí!- Nadie respondió. No podía pasar por allí. Luego de llamarlo dos veces más, cerró la puerta de aquel infierno. Tal vez eso detuviera un poco el fuego.

Alguien había llamado a los bomberos. Mariana miraba la parte de la casa que se quemaba junto a Lucía. Ambas lloraban pensando en el hombre/padre que estaría allí arriba, en alguna parte. Ernesto las abrazaba a las dos.
Francisco no supo que más hacer. Le había fallado al que le había salvado la vida. No había podido ayudarlo cuando más lo necesitaba.
Las mangueras de los bomberos se estiraban y comenzaban a escupir su contenido que se mezclaba con el humo y se convertía en vapor sobre las partes de madera de esa casa, fuerte, resistente, cuyas paredes, anteriores a la época del cemento armado, resistirían cualquier embate, no así la madera.
En el altillo, Martín comenzó a respirar con cierta dificultad. El fuego estaba entrando en aquel lugar, Lo separaban del aire libre las vigas que sostenían las tejas. Tomó un viejo banco y comenzó a romper a golpes los rectángulos de barro ocre cocido del empinado techo. Rompió varias tejas. Cuando el agujero se abrió, las llamas entraron rapidamente en aquel lugar. Nadie las había invitado, pero ya habían tomado confianza para invadirlo todo.
Las dos autobombas estaban sofocando el fuego del techo y habían logrado que no se extendiera más allá del escritorio y el altillo en donde las tablas del piso se habían quemado, cayendo sobre el cieloraso de la cocina y de allí, ardientes, al piso de baldozas en damero blanco y negro.

No lo vieron salir de entre los bomberos y los policías que estaban allí, pero él si las vió y su corazón se asoció al sufrimiento de aquellas dos mujeres queridas. Cruzó la calle jadeante, tiznado, sucio y con sangre en el brazo, por un clavo del techo que lo había aeañado al salir. Había caminado por el alero hasta bajar a un balcón y de allí se deslizó hasta al jardín.
Nadie lo reconoció, tan sucio y harapiento como estaba; ni Francisco, ni Ernesto, ni siquiera Lucía. Pero ella si, Mariana vio los ojos inconfundibles del hombre que queria y corrio hacia él. Allí se quedaron los dos, juntos, abrazados bajo una inusual mezcla de chispas, agua y la palpitante luz de ese fuego que todo parecía querer consumir.

Dos meses después, precisamente un 1ero de octubre, el salón de la embajada de Colombia estaba iluminado a pleno. Una voz hablaba sobre un pequeño estrado. Otro hombre, corpulento, barbudo, pelirrojo y con un jacket en el que se lo veía incómodo, sonreía pero con la cara también roja de vergüenza. El pecho henchido más que nunca por el orgullo que le producía escuchar del embajador lo que había sido una acción heroica de su parte. –El Gordo de siempre- pensó Martín, también a su lado y vestido de igual forma. Luego de las palabras, el embajador procedió a darle a Martín, la Cruz Oficial y a Eduardo, la Cruz de Caballero, ambas de la Orden de San Carlos otorgadas por el gobierno de Colombia en reconocimiento a los servicios prestados al país. La de Martín, una cruz trebolada con rayos de oro; la de Eduardo similar, pero con rayos de plata.
Mariana, radiante como nunca, Verónica, Lucía, Ernesto, Sonia y Alberto Jaramillo Andrade, observaban la escena sonrientes. Atrás, Celia comía unos sandwichitos de miga.
-A mi me queda mejor que a vos, a pesar de que la tuya es más importante.
-Si Gordo, pero que el alfiler no te pinche porque vas a explotar como un globo, le contestó Martín entre risas. El gordó abrazó a Martín hasta casi ahogarlo.
-A vos no te dieron nada Ernesto ¿Por qué?.
-Debe ser porque saben que con vos tengo suficiente -le respondió el chico guiñándole un ojo.
A las doce en punto todos, excepto Martín, se miraron con complicidad. Algunos hacían comentarios por lo bajo.
Desde algún lado comenzó a escucharse la música de “Cumpleaños Feliz” que todos cantaron a coro preparándose para un brindis.
-Felices cuarenta años, mi amor -dijo Mariana en voz baja.
Un beso fue la respuesta que nadie oyó pero que todo el mundo vio.

Una tarde de octubre, en la que estaba solo en aquel departamento y en el escritorio que había sido de Esteban, sacó una hoja y comenzó a escribir: “Equidistancias. Una Mañana. “Eran las once y se había tomado el último sorbo de café. Pensó que lo que tenía era sueño después de una mala noche…”

FIN.

domingo, 6 de enero de 2008

57. Miedo.

Ernesto inició el mismo camino que había realizado Francisco. Silencioso, subió los primeros pasos de la escalera pero un sonido lo detuvo. Corrió hacia la salida de la cocina y los vio llegar. Cuatro patrulleros se acercaban a la entrada.
Dudó un momento, prefirió acercarse a la policía y contar lo que había sucedido. Ellos le apuntaron sus armas pero Ernesto les señalo el piso de arriba.
-Creo que la oferta es muy generosa verdaderamente –dijo Francisco.
-¡Llegó la policía! -Fue el grito que escuchó desde abajo.

-Pero creo que he decidido no aceptarla. Le falta algo –dijo mientras escuchaba los pasos que subían por la escalera.
-¿Qué le falta? ¡¿Qué?! -preguntó Roncallo con miedo a lo que podía venir.
-Un poco de decencia.
-¡Nos las vas a pagar!
-Esa es la historia de mi vida -respondió con una sonrisa de resignación.
Los policías del grupo “Halcón” se asomaron brevemente y luego de los consabidos “alto”, “baje el arma”, se llevaron a los dos hombres, también al que había atado Ernesto y al guardia de seguridad que estaba en el baúl del auto; este último, por si acaso.
-Vamos –le dijo Esteban a Francisco- tenemos que volver.

Martín había llamado a Verónica para que llevara esa noche a Dalma para que no pasara la noche sola. Ella podía ocuparse de esa mujer que había comenzado a ponerse nerviosa por la suerte de su hijo.
Luego, en su escritorio del piso de arriba, había hablado con Montevideo para tratar de ayudar al hijo de Dalma.
Quería llamar a Mariana, ver a su hija, acompañar a Eduardo, saber que había pasado con Ernesto y Francisco. No sabía por donde empezar. Llamó a lo de Eduardo, el teléfono estaba ocupado. Se sentía sucio. Tenía barba de tres días, el pelo pastoso y seguía con dolor de cabeza. Se sentó en su escritorio para pensar en cómo seguir.

El motociclista acercó su auto a la casa de Martín pero lo estacionó antes de llegar a la esquina. Bajó, caminó unos pasos y al doblar, instintivamente vio el auto con el policía dentro. No iba a dejar que ese pequeño detalle perturbara lo que había venido a hacer. Se acercó a la ventanilla del conductor y con gesto amigable le pidió que bajara el vidrio.
-¿Podría usted decirme…? No acabó la frase. El ruido de los dos disparos de su pistola 9 milímetros con silenciador podría haberse confundido con el inicio del gorjeo de un pájaro. Canto letal para el policía. Inclinó al hombre para que pareciera dormitar contra el apoya cabezas del coche y se dirigió a la puerta. Buscó un aparente manojo de llaves que tenía colgado del cinturón, del lado de atrás.

-En la próxima esquina tenés que doblar a la derecha –le dijo Lucía a Lucas. Al llegar vio lo que quería ver: a un hombre de espaldas que bien podía ser su padre, entrando por la puerta del jardín. Bajó del coche de Carmen, detrás del móvil policial con el oficial muerto y corrió a la entrada. Vio que ese hombre no era su padre… era el que la había atacado. Antes de que pudiera gritar, el Motociclista ya había sacado su arma. Ella enmudeció de miedo. –Nos vemos otra vez muñequita ¿Qué sorpresa verdad?- No terminó de decir esto cuando Lucas y Lola ya estaban detrás de ella.
-¡Abrí la puerta y no grites! Ustedes no se muevan porque no estoy de humor. No me importa que sean unos estúpidos adolescentes. La sangre de todos los muertos es del mismo color- dijo el hombre.
La única que conservaba casi viva su lucidez era Lola que a pesar del miedo, trataba de observar cada detalle de lo que sucedía. Lucía abrió la puerta. Vio la luz de la cocina encendida y se dirigió hacia allí.
-Caminá hacia adentro, si hay alguien no digas nada y quedate cerca de la puerta
Lucía entró –No hay nadie- dijo aliviada.
Ustedes dos, tortolitos, entren aquí. En el piso de arriba se escuchaban pasos. Lucía sabía perfectamente que el escritorio de su papá estaba sobre la cocina. Había escuchado infinidad de veces a su padre caminando sobre los gastados y crujientes listones de madera.
El Motociclista buscó la salida de la cocina, se cercioró de que estuviera cerrada y se guardó el llavero. Miró las otras puertas y las cerró también con llave. Era evidente que el hombre buscaba encerrarlos allí. Antes de hablar, miró si la última puerta que le faltaba cerrar, por la que habían entrado a la cocina, tenía la llave colocada. La tenía y también se la llevó. Todas las ventanas tenían rejas.
-La muñeca y ustedes dos, se quedan aquí sin hacer ruido. Llego a escuchar el murmullo del agua saliendo de una canilla aquí dentro y los mato ¿Entendieron bien? –dijo el Motociclista mientras arrancaba de la pared el teléfono, dejándolo prolijamente sobre la mesada de la cocina. El hombre vio extrañado los agujeros de bala en la pared y la mancha de sangre que había producido la herida de Eduardo.
Cerró la puerta de la cocina con llave y fue a las escaleras.
-¡Papá puede estar arriba y no tiene armas! Tengo que avisarle.
-No puedo unir los cables del teléfono -dijo Lucas.
-Lucía, aunque sea arriesgado para nosotros deberíamos gritar para que tu padre esté alerta. Podemos intentar golpear a ese loco con algo si vuelve… Es peligroso pero… no veo otra cosa que podamos hacer –dijo Lola resignada aunque dispuesta a arriesgarse.
-Si… -le respondió Lucía. Lola y Lucas se colocaron a ambos lados de la puerta. Él con un cuchillo de cocina y ella con un insecticida en aerosol en una mano y un viejo cucharón en la otra. –Preparados- dijo Lucía.
-¡Papa! ¡Cuidado, hay un hombre armado subiendo por las escaleras! ¡Cuidado!
Aquellos desgañitados gritos fueron oídos por Martín pero también por el Motociclista que con furia volvió sobre sus pasos, dispuesto a acabar con todos los de la cocina. Estaba por colocar la llave en la puerta cuando Martín comenzó a bajar por la escalera de madera. El Motociclista lo vio y Martín a él. Primer disparo. Martín corrió hacia su escritorio, cerrando la puerta del pasillo, pero no estaba colocada la llave, por lo que no pudo cerrarla. Entró al escritorio y logro cerrar.
Tomó el teléfono inalámbrico, se colocó al lado de la puerta y comenzó a llamar al 911…
El segundo y el tercer disparo bastaron para hacer saltar la cerradura. Martín no lo pensó don veces y se arrojó contra el motociclista tratando de quitarle la pistola. Las manos de ambos se entrecruzaban sobre el arma. Cuarto, quinto y sexto disparo. Los tres fueron a parar al cielorraso. El motociclista empujó a Martín contra el escritorio. La foto de tío Ernesto y Mary que habían traído de Córdoba cayó y el vidrio se hizo añicos desparramándose por el suelo. Martín de espaldas al escritorio y el otro hombre inclinado sobre él, tratando de dispararle. El séptimo, octavo y noveno disparo fueron a parar a veinte centímetros de la cabeza de Martín, sobre la tabla del escritorio. Éste logró empujar con una patada hacia atrás al Motociclista quien, buscando hacer pié, resbaló con los vidrios del retrato, volviendo a caer hacia su oponente sin soltar la pistola. Martín volvió deliberadamente a querer disparar el arma y lo logró. El décimo disparo se incrustó contra “Matar a un Ruiseñor” de Harper Lee, que estaba en la biblioteca de detrás del escritorio y por fin el “clic” del percutor sonando en la recámara vacía. Martín aflojó su mano derecha de la pistola y dio un puñetazo a la cara del Motociclista quien martilleó aún dos veces el percutor de la pistola ahora descargada. Martín de un tirón se la arrancó de la mano. El Motociclista intentó tomarla con la otra. La pistola fue a parar unos metros de donde estaban.
Ambos cayeron al piso sobre los vidrios. El cabezazo de Martín sobre la cara del otro hombre lo atontó unos segundos. Logró incorporarse, pero el asesino se arrastraba hacia la pistola sin balas… Antes de que Martín volviera a arrojarse sobre él, vio como sacaba de un bolsillo otro cargador... Era mejor salir de aquel lugar. No tenía tiempo de llegar a la pistola otra vez. Pero tampoco podía bajar, allí estaba Lucía, si es que no había logrado huir de la casa. Tenía que… subir. Salió por la puerta y entró en la de enfrente, la del altillo. La cerró desde adentro y subió la vieja y estrecha escalera construida en 1921 junto con el resto de la casa. Se parapetó detrás de unos polvorientos estantes de madera con varias latas de pintura, pinceles y aguarrás, entre otros trastos. El primer tiro atravesó la puerta hacia arriba. Martín se guarneció detrás de una estantería con pesadas baldosas y tejas. El lugar no tenía ventanas. Podía ver las tejas de la casa que apoyaban directamente sobre las vigas de madera sostenidas por clavos. Otros dos disparos se oyeron. Uno de ellos había roto una teja arriba de su cabeza, pero otro había perforado una lata de aguarrás de cinco litros, la que comenzó a derramarse sobre la escalera descendente. La puerta del altillo se abrió. Martín empujó con todas sus fuerzas el mueble con las tejas y baldosas que a su vez derribó el de las pinturas y el aguarrás, cayendo todo por el hueco de la escalera. Al ver lo que se le venía encima el Motociclista disparó nuevamente. La bala rebotó contra una vieja baldosa cuyo chispazo llegó al aguarrás.
El fuego no tardó en extenderse por el hueco de aquella escalera.
El motociclista comenzó a disparar enloquecido hacia el fuego.
No había puerta de salida para Martín. La única que existía se estaba incendiando con un loco del otro lado tratando de matarlo.

miércoles, 2 de enero de 2008

56. Encuentro.

La herida… Martín pensó en esa herida que le había hecho el Motociclista en el auto de Ortega. Podía intentar algo aún para que detuvieran a ese policía corrupto. Seguramente no estaba allí para hacerle una visita de cortesía. Alguien lo había enviado por alguna razón. Nada bueno seguramente.

-Ortega ¿Por qué no nos acompaña al lugar exacto en donde ocurrió lo de mi hija? Es importante.
-Eh… bueno, pero usted sabe bien lo que pasó y consta en la denuncia que se hizo pero si insiste…
-Vaya en su auto y muéstrenos cómo se aproximó aquel hombre a mi hija.
Ortega así lo hizo. Solo tenía que doblar en la esquina y avanzar unas decenas de metros por la calle de la vía.
En el camino hacia allí, Martín le dijo al policía provincial –Ahora tal vez pueda darle la prueba que usted quiere. Lo que no llegué a decirle es que este hombre está vinculado con narcotraficantes y gente que les administra el dinero. Son colombianos. Si a usted no le interesa el caso, ya habrá otro compañero suyo más ávido de justicia o en el peor de los casos, de protagonismo. Le ofrezco la oportunidad de ganarse un buen ascenso, le daré toda la información para que impresione a sus superiores pero usted tiene que detener a este tipo, porque no está aquí por casualidad. Además tiene que garantizarme toda la protección necesaria para mi familia pero con policías de confianza. Tómelo o déjelo. Si no acepta, ya encontraré a alguien que quiera beneficiarse con el trato.
-Si usted me da algún indicio de que lo que dice es verosímil, detengo al tipo. Si me quiere decir lo de los narcos o no, decídalo usted. No se por quién me toma. Trato de cumplir lo mejor que puedo mi trabajo y créame que no es fácil hacerlo.
-Seguramente por tipos como Ortega. Pero disculpe, tenía que estar seguro de que usted no tenía un arreglo con él.
-No soy un vendido, si a eso se refiere. Pero imagine que no puedo detener a otro policía y encima federal, sin un buen motivo.
-Espero poder dárselo enseguida. Vamos.
Ortega se detuvo en donde bajó del auto para asistir a Lucía. –Es aquí- dijo.
-Ah, bien. Es muy curioso porque este es el mismo lugar en donde usted me dijo que subiera para llevarme a encerrar a esa fábrica en Tigre. Además está usando el mismo auto de aquella vez. Qué curioso…
-Pero… ¿Otra vez con esa historia?, ya estoy empezando a cansarme de sus cuentos. ¿Para qué me trajo hasta aquí?
Martín siguió hablando. -Además esto fue, si mi memoria no falla, hace dos días y su auto está muy sucio.
-¿De qué está hablando Martín? No vine aquí para conversar sobre la tierra de mi auto. Si, es verdad, estuve muy ocupado y no tuve tiempo de lavarlo.
Martín abrió la puerta del lado del acompañante en donde él había estado sentado.

-Entonces la sangre… mi sangre, debe estar todavía aquí… Unas pequeñas manchas parduscas se veían en el asiento y sobre el tablero.
Ortega llevó la mano a su pistola pero el otro oficial se le había adelantado y ya lo apuntaba con la suya. –Me parece que va a tener que dar explicaciones sobre esas manchas- Dijo el hombre.
-¡Es sangre de un detenido de ayer! –respondió acalorado Ortega.
-A mi no tiene que explicarme nada. Los de la Policía científica, como usted sabe, van a analizar las manchas en ese auto y si llega a ser sangre del doctor… Tendrá que vérselas a un juez. Seguidamente se escuchó el característico ruido de cierre de las esposas en las muñecas de Ortega.
Lo llevaron al patrullero y el jefe llamó por radio para explicar lo que había sucedido, pidiendo custodia para Martín, su familia y para Ortega, que desde ese momento, también estaba en peligro.
-Martín le contó brevemente lo principal de su relato, pero omitió, todavía no sabía que iba a hacer, toda referencia a Dalma. En algún momento debería contar la historia completa. Le dijo al oficial a qué lugar exacto tendrían que enviar de inmediato policías. Sabía que allí habían ido Ernesto y Francisco.
Cuando la mayoría de los policías se fueron, Martín le preparó algo caliente a Dalma. En la puerta había quedado un auto civil de la policía con un hombre.
-Hábleme ahora de su hijo, tenemos que ponerlo a salvo- le dijo a Dalma.

Francisco comenzó a subir silenciosamente la escalera metálica. Ya arriba, se parapetó en la pared contigua a la puerta. Había dos hombres… uno armado. Tenía que entrar ahora, antes de que lo vieran. Desde allí podrían verlo por el reflejo de los vidrios del balcón.
Entró y… su sorpresa fue mayúscula al ver a uno de esos hombres.
En el piso de abajo y por la puerta principal, otro custodio se acercaba a la base de la escalera. Ernesto comprendió que sorprendería por detrás a Francisco y que no tendría escapatoria. -Qué diablos…-se dijo.

Corrió con todas sus fuerzas hasta el hombre armado desde la puerta de la cocina en donde estaba escondido y se arrojó haciéndole un tackle, al mejor estilo de los que hacía cuando jugaba al rugby. El custodio cayo, golpeando su pecho contra el piso a centímetros del borde de la escalera metálica. El arma voló unos metros. El hombre se dio vuelta inmediatamente. Ernesto logró asestarle un puñetazo en la cara, pero luego de recibirlo, logró asir al chico por el cuello fuertemente. Ernesto, desde esa postura, no tenía demasiada movilidad, no podía librarse de esos brazos que lo atenazaban. La solución no estaba en liberarse de aquellas garras, Con poco aire comenzó a dar puñetazos contra la cara de su oponente. Al tercer golpe, que le dio limpio en un ojo, el hombre aflojó las manos.
-Esta va por Martín- le dijo mientras le pegaba un puñetazo fuertísimo en la barbilla. -Esta otra por Eduardo- golpe que fue a parar a la nariz, rompiéndole el tabique- Y esta otra por Lucía- que dio en la sien izquierda del custodio. Aparentemente había perdido el conocimiento.
-Para que nunca te metas con un tipo entrenado, dijo como para darse valor. Francisco había subido y no había escuchado ningún sonido desde allí arriba. ¿Estaría allí Martín? Arrastró al hombre a la cocina y le ató las manos y los pies con hilo plástico de envolver paquetes que encontró por allí. Pensó que con eso bastaba. Tenía que volver por la pistola y ver lo que sucedía arriba.

Francisco apuntó al custodio y le ordenó que lentamente dejara el arma en el piso. –Deja también la que tienes en la pantorrilla. El hombre obedeció lentamente.
-Vaya, finalmente nos volvemos a ver. Dijo el hombre sin nombre.
-No puede ser. Todos creen que usted está escondido en Colombia…
-Bueno, tú sabes que los negocios de hoy se hacen aquí o allá.
Francisco observaba aún en tensión, buscando más guardias.
-No te preocupes, estamos solos ¿Por qué no hablamos?, dijo aquel hombre mientras era revisado por Francisco en busca de armas. –Vamos, sabes que no las uso, tengo gente para eso… El guardia parecía pensar en qué hacer.
-¿Dónde está el abogado que se llevó el policía ese?
-¿Qué tienes tu que ver con él? Lamentablemente ya no está aquí.
-Francisco no le creyó pero le dijo: -Quién iba a decir que me iba a encontrar a uno de los hombres más poderosos de la Organización aquí en Argentina. Ramiro Roncallo… el principal testaferro del Cartel, hombre de confianza de los jefes para sus negocios alrededor del mundo. Recuerdo la última vez que nos vimos.
-Reconozco que en aquella oportunidad cometimos un lamentable error.
-Si, todavía conservo la cicatriz en el brazo izquierdo que me dejó ese error. ¿Y el acento argentino? Le sale bastante bien. Usted si que tiene recursos.
-Tonterías. Vamos a lo importante. Puedo compensarte por esa herida y por todas las que te hayas hecho en tu vida. Sé que contigo no fuimos justos pero estamos a tiempo de remediarlo. Quiero decir que no fuimos suficientemente generosos las otras veces en que nos cruzamos contigo.
-¿Ah si? ¿Qué ofrece esta vez? Francisco quería ganar tiempo y averiguar dónde estaban los otros hombres. Ese hombre no podía tener mucho personal alrededor, hubiera sido llamativo pero tampoco estar solo con un solo guardia.
-Veo que ahora eres más razonable. Se me ocurre por el momento ofrecerte una cuenta en un banco en las islas Bermudas por la cifra que quieras. La que pidas. ¿Quieres enviar a tus hijos a las mejores universidades de Europa o Estados Unidos? ¿Una casa en Coral Gables? ¿Un condominio en Park Avenue? Una villa en el Lago Di Como sería fantástica. Piénsalo ¿Mujeres? ¿Hombres? Te puedo ofrecer… la Administración de la Iglesia Internacional del Reinado de Dios… toda para ti… es uno de nuestros negocios más rentables. Tú lo sabes. En la mano izquierda de aquel hombre brillaba el famoso anillo con un pequeño diamante azul que usaba todo miembro importante del Cartel, solo cuanto estaban “en funciones”.
Francisco pensó que aquel hombre, uno de los más encumbrados del mundo de la droga, creador de ingeniosos negocios para lavar dinero, debía estar realmente desesperado. Eso podría querer decir que por algún motivo los hombres que tenían que estar allí, no estaban. O quizá que trataba de ganar tiempo hasta que llegaran. No lo sabía. Recordó a Ernesto y comenzó a preocuparse por él. Tenía a tiro a los dos hombres. Pero no sabía lo que podía estar pasando afuera. También se preocupó por Martín a quien no habían podido encontrar.

Mientras tanto, no lejos de allí, dos autos se acercaban a la casa de Martín. En viajaba Lucía y en el otro, el Motociclista.

domingo, 30 de diciembre de 2007

55. La chispa.

Francisco y Ernesto se acercaron con su “guía” a la fábrica abandonada. El conductor, primero reticente, comenzó a contestarles cada una de las preguntas que le hacían. Así supieron que adentro estarían probablemente un hombre cuyo apellido era desconocido para todos, el Motociciclista, Dalma, un custodio y no mucho más que el de seguridad de la entrada.

-Ahora vuelve a la avenida –le dijo Francisco al hombre- Al llegar le dijo -Bájate y vete. Puedes volver a la fábrica en dos horas. Dirás que te robamos el auto y te dejamos aquí. Si regresas antes de tiempo diremos que nos trajiste hasta aquí y te matarán. Ya sabes como son tus patrones. El hombre no dijo nada y se alejó.
Francisco arrancó el auto. Ernesto lo miraba atónito hasta que no aguantó más y le dijo. -¡Va a volver y se va a unir a los demás contra nosotros!
-No lo creo. No traía arma. Era un fisgón solamente. No hay cuidado. Olvídate de él. Ahora hay pensar en como entrar y qué hacer contigo…
-¡Eh! Yo quiero buscar a Martín. Puedo pelear si hacer falta.
Francisco pensó que el muchacho parecía fuerte pero que no sabía disparar… y eso era lo que necesitaba. No le iba a dar su segunda pistola. Ese chico no podría tener más de veinte años a pesar de su aspecto.
-Está bien, pero tienes que hacer exactamente lo que te diga. Esto no es paintball, puedes morir de veras.
-Ya Lo sé. Pero usted está solo contra toda esa gente de adentro y podría necesitarme.
Era verdad. Estaba solo pero no quería arriesgar otra vida que no fuera la suya. De todos modos sabía que podría necesitarlo –Está bien, pero tienes que hacer cuanto te diga. ¿Entendido? – le dijo con cara de no poder hacer otra cosa.
-Entendido –contestó Ernesto de inmediato.

Martín y Dalma llegaron a la casa. Había dos patrulleros en la puerta y policías tocando el timbre. Nadie les había respondido. Se presentó, dijo que vivía allí y pidió que llamaran de inmediato el jefe del destacamento. Saltó la puerta del jardín y buscó la llave escondida en un agujero de desagüe, detrás de unas plantas. Necesitaba entrar y ver si Mariana o Lucía estaban allí… bien… Dalma esperaba fuera, mirando todo el movimiento. Estaba preocupada por su hijo.
Martín subió las escaleras -¡Mariana! ¡Lucía! –gritó, pero nadie le respondió. La casa estaba vacía. Llamó a lo de Carmen y la que contestó el teléfono fue… Lucía. Le volvió el alma al cuerpo. La alegría de ese momento fue como una chispa brillante en medio de la oscuridad. Ella le contó que Mariana estaba bien, lo que había pasado con Sonia y que Eduardo estaba en el hospital, pero que no estaba grave. Martín sintió una mezcla de alegría y emoción al terminar de escuchar que su familia estaba bien. Eduardo no, pero el Gordo era muy fuerte. Deseó darle un abrazo a su amigo por lo que había hecho pero no tenía tiempo. Antes de cortar le dijo a Lucía que no se moviera de su casa.
El jefe del destacamento de policía local tocó la puerta abierta de su escritorio. Martín lo hizo pasar.
Lucía no pensaba hacerle caso a su padre y tomó las llaves del auto de Carmen. Les pidió a Lola y a su Novio Lucas que la acompañaran. Les dijo que se trataba de algo importante. Lucas manejó y fueron para la casa. Quería estar con su padre.

Francisco no tardó más que tres minutos en saludar al guardia de la garita, tomarle el brazo y doblárselo por detrás de la espalda, atarlo, amordazarlo y colocarlo en el baúl del auto. Todo ante la mirada incrédula de Ernesto. Lo hizo limpiamente y sin golpes. –Disculpe usted, no es nada personal– le dijo al hombre, antes de cerrar la tapa del baúl del coche en donde lo metió.
Fueron a la puerta de la cocina por la que habían salido Martín y Dalma. Francisco preparó su pistola. No había nadie vigilando. Francisco no entendía que había pasado con la gente que se suponía que debía estar allí. Vieron luz en la oficina de arriba. Asomándose sólo alcanzaron a distinguir brevemente a un hombre con aspecto de guardaespaldas que hablaba con otra persona a quien no divisaban. Vieron una celda con señales de haber sido usada.
No podían acercarse desde otro lado. Tendrían que subir la escalera.
-Ernesto quédate aquí. Que no te vean.
-No haré demasiado quedándome aquí. Usted no sabe qué puede haber allí arriba. Francisco recordó las veces que había hecho cosas parecidas en las selvas de su país. Algunas le habían salido bien, de otras conservaba algunas cicatrices todavía… No tenía opción. Su instinto le decía que tenía que subir a aquel lugar. No sabía la sorpresa mayúscula con la que se encontraría en el piso de arriba.


Carlos llegó a alcanzar la camioneta del motociclista. Al acercarse le hizo un juego de luces con los potentes faros de su auto. El hombre aminoró la marcha, pero al ver los gestos del abogado para que se detuviera, aceleró más.
Al llegar a un semáforo rojo Carlos bajó del auto y se acercó a la puerta de la camioneta -¡No sigas! ¡Volvé! -le dijo.
El motociclista lo miró con desprecio pero ni siquiera se tomó el trabajo de contestarle. Carlos trató de abrir la puerta de la camioneta. Estaba trabada con seguro. El hombre le mostró la pistola y le hizo un movimiento con la cabeza cuyo significado equivalente en palabras sería “ni te atrevas”.
Al cambiar la luz, el Motociclista arrancó y Carlos volvió a subir a su auto. Aquello ya se había convertido en una persecución, no del bueno contra el malo sino entre dos hombres del mismo bando pero con dos puntos de vista bastante distintos en cuanto a las soluciones a aplicar. Uno de ellos bastante más radical que el otro, por lo que se estaba viendo.
El Porsche se cruzaba por delante de la camioneta con bastante facilidad pero en aquella avenida no era fácil que ambos autos se mantuvieran cerca. Así siguieron un buen trecho hasta que llegaron a un cruce por sobre el Acceso Norte, que corría paralelo a la calle colectora por la cual conducían. El motociclista dobló a toda velocidad para tomar el puente pero Carlos aceleró para cortarle el paso por la derecha, del lado de la baranda metálica. La sonrisa que se dibujaba en el rostro del motociclista era parecida a aquella que había tenido cuando vio sufrir a Martín por la supuesta muerte de Lucía. Esperó que el auto se acercara y dio un volantazo a su derecha embistiendo al Porsche azul que por su propia aceleración, sumada a la del impacto, golpeó la baranda metálica atravesándola y cayendo al vacío.

Nadie sabrá jamás qué pensamientos pasaron por la cabeza de Carlos antes de que su hermoso Porche 911 azul se estrellara contra el pasto del basamento de aquel puente muriendo instantáneamente. Pero si se nos permite saber que no fueron de odio.

El oficial de policía de la provincia escuchó la historia que, con prudencia y omitiendo bastantes detalles, le contó Martín, cuyo objetivo era ver si estos policías también estaban implicados con aquellos delincuentes, como Ortega.
-Lo que dice es bastante serio y vamos a necesitar pruebas, como usted comprenderá.
Antes de que Martín pudiera contestar Ortega apareció en el escritorio.
-Si, Martín, me parece que va a tener que mostrar alguna prueba de lo absurdo de sus acusaciones. Este hombre está un poco confundido seguramente. Debe estar afectado por lo que casi le pasa a su hija hace algunos días. Yo la salvé. Justo pasaba por allí. Pero… ¿Porqué está así vestido y con la camisa manchada? ¿Le pasa algo? Parece que no está en sus cabales…
Martín percibió que efectivamente su aspecto era lamentable, pero en ese momento notó que no tenía más la venda en su cabeza que le había hecho Dalma. En algún momento se le habría caído. La herida de la cabeza no le dolía…

miércoles, 26 de diciembre de 2007

54. El día en el que Martín murió. (Capítulo doble)

En la oficina vidriada elevada, el Motociclista hablaba con hombre que había acompañado a Carlos a ver a Martín el día anterior y le decía -Antes de que venga “el especialista” para hacerlo hablar, déjenme intentar una última cosa.
Dalma le llevó a Martín un café con azúcar y un pan, a modo de desayuno. El lo comió lentamente. La mujer no le habló. Miraba con miedo hacia la oficina en donde estaban aquellos dos hombres reunidos.

Aproximadamente media hora después, el motociclista se acercó a Martín y le dijo -Lo siento mucho. Ya sos responsable por la muerte de tu hija. Espero que no lo vayas a ser por la de tu mujer. Le tiró algo brillante a través de la reja.
La cadena de plata con la rosa blanca esmaltada que Esteban le había regalado a Lucía estaba allí en el piso.
Martín nunca se había enterado, Lucía no se lo había contado, que al tratar de escapar del motociclista había perdido la cadena. Él la había guardado y ahora le estaba sacando un inesperado provecho.
Martín no terminaba de creer lo que acababa de oír y lo que estaba viendo. Del suelo tomó aquella cadena brillante. Estaba manchada de sangre, lo que se notaba especialmente en la rosa blanca.
-Bueno, en realidad no sufrió tanto. Mi especialidad es hacer estas cosas rápido. Probablemente hubiera sido peor de alguna otra forma. ¿Entendés el mensaje ésta vez?
Martín comenzó a gritarle todos los insultos que pudo recordar y todas las maldiciones que apenas sabía, hasta que se quedó sin aliento y sin voz.
Allí ensimismado miraba y palpaba aquella cadena enrojecida que pensaba era un recuerdo de su hija que, para él, ya no estaba viva.
Se sintió morir. Comenzó a maldecirse. Él era el culpable por esto. Su hijita Lucía muerta en las manos de esos criminales pero por su propia culpa. Le faltaba el aire, y terminó sentándose en aquel camastro, mirando incrédulo aquel recuerdo que por momentos parecía irreal.
Dalma, a cierta distancia de la reja, contemplaba el sufrimiento de Martín y también la expresión de gozo procaz, casi obsceno del motociclista que disfrutaba al ver el efecto que su idea había provocado.
Martín murió no una, sino varias veces en ese largo rato. Le avergonzaba pensar en tener que mirar a Mariana a los ojos porque él era culpable y ella aún estaba en peligro. Su racionalidad, su seguro, no había servido de nada. Siempre había querido controlar casi todo en la vida pero esto era la muestra más acabada de lo equivocado que estaba. Había provocado la destrucción de su propia hija y posiblemente la de la mujer que amaba. Pero de inmediato y a pesar de todo, se exigió el no dedicarse a contemplar su propio dolor. ¡Mariana! Su sufrimiento se intensificó al pensar en el de ella… Dos grandes lágrimas cayeron de sus ojos, pero… no permitiría más que el dolor lo paralizara… no mientras pudiera hacer algo por ella. Trató de sacar fuerzas de cualquier parte. Pero no era su fuerza lo que lo iba a mover, era Mariana, ella era todo lo que le quedaba. No permitiría que le pasara lo mismo. Les daría el papel solo a cambio de que la dejaran en paz. Aunque lo mataran a él, aunque se viniera todo abajo o se derrumbara el mundo entero.

El Anónimo se dejó llevar por la tensión que aquella situación absolutamente imprevista le había provocado.
-¡Quién es Sonia Jaramillo Andrade! -gritó confuso.
-Nadie le respondió. Mariana y Sonia se miraban incrédulas.
El Anónimo no veía al custodio que debía estar allí. La sorpresa lo había hecho olvidarse momentáneamente de ese hombre.
-¡Hablen o las mato a las dos! ¡Dónde está el custodio!
Mariana abrazó a Sonia, mirando de frente al asesino. Ella no hablaría, no podía reprocharle a Sonia que callara. Estaba dispuesta a hacerle frente a lo que tuviera que suceder.
Ese momento de duda del Anónimo y sobre todo sus gritos, alertaron a Eduardo que sacó su pistola y se asomó brevemente a la cocina, no podía disparar porque las mujeres se interponían entre él y aquel hombre. Debía hacer algo arriesgado aunque con ello se pondría él mismo en peligro. Tenía que intentarlo.

Martín le dijo a Dalma que llamara al Motociclista o al otro hombre.
Ella, mirando siempre a aquel balcón odiado, desde donde a veces vigilaban, se acercó y le dijo -¡Martín lo de su hija tal vez no sea cierto! ¡Yo los oí hablando en la cocina!
-¿Está segura, Dalma? Por favor, se trata de mi hija y dicen que tienen también a mi mujer.
-Creo que eso también deber ser ment…
De la nada surgió el motociclista que había visto a Dalma hablando con Martín.
Su reacción fue brutal. Le pegó de revés en la cara derribándola mientras le decía -¡Te dije perra que no hablaras con él! ¿Querés que te matemos como a la hija de éste?
-¡Porque no te metés con un hombre! –Martín empezó a provocarlo- ¡Te aprovechás de una mujer más débil físicamente! Ya me parecía que muy hombre no eras… Si… Ya te había visto la cara… Martín notó que la burla provocaba el efecto deseado. Si solo pudiera lograr que se acercara... Y siguió: -¿Sabés lo que hacen en las cárceles con los tipos como vos? ¿Qué te pasa, te vas a poner a llorar como una huerfanita? Mirá, acá tengo un pañuelo… El motociclista había comenzado a ponerse rojo y su mandíbula se proyectaba hacia delante. Era un tipo fuerte y no le tenía miedo al desafío de Martín. Sacó un cuchillo de su cintura y dijo. –Vas a hablar, un poco tajeado pero vas a hablar. Martín vio como abría la celda. Ahora tendría por lo menos una desesperada oportunidad entre mil. Tomó la manta sucia de la cama y se la enroscó en el brazo a modo de defensa. El tipo empezó a acercarse y a blandir su cuchillo. Parecía saber lo que hacía. Martín no sabía como saldría de esa situación, pero no podía seguir allí lamentándose sin hacer nada.

Eduardo gritó desde la puerta -¡Al suelo!- Mariana se arrojó al piso con Sonia, detrás de la mesada, fuera del alcance del Anónimo. Él ahora tenía el campo libre para disparar, pero el Anónimo lo hizo primero. El tiro, casi mudo por el efecto del silenciador, le pegó a Eduardo en el hombro derecho, brazo con el que sostenía la pistola, pero él, antes de caer hacia la pared, alcanzó a disparar. El tiro rozó las costillas del lado izquierdo del Anónimo. Éste último disparo resonó en aquella cocina, su pistola no tenía silenciador. Intentó levantar nuevamente el brazo pero no pudo moverlo.
-Para ser el famoso custodio de los Jaramillo Andrade parecés bastante torpe –le dijo el Anónimo, mientras accionaba el retroceso de la pistola para prepararse a un nuevo disparo, mirando crecer la mancha de sangre de su propia camisa. Eduardo se había recostado sobre la pared y observaba a Mariana como pidiéndole perdón por no haber podido hacer más.

El motociclista asusaba a Martín con el cuchillo mientras le decía ¿Qué tenés para decir ahora bocón? Estoy eligiendo en donde hacerte el tajo. En la lengua no va a ser ¡Ja, ja! Esa parte la necesitamos entera.
-Martín no se amilanó y lo incitaba diciendo: -Probablemente me puedas hacer algo, pero te va a costar. Cuando acabó de decir eso en su rostro de dibujó una casi imperceptible sonrisa. Desde atrás, Dalma, con toda la furia de que fue capaz, golpeó al Motociclista con la silla que estaba fuera de la celda y que Carlos había usado. El hombre se inclinó hacia delante sin emitir sonido. Martín aprovechó y con su rodilla lo golpeó en el mentón. Cayó de espaldas, inconsciente.
-Gracias Dalma. Rápido ¿Cómo salimos?
-Salimos… Yo… mi hijo… -la mujer dudó.
-No tiene sentido quedarse aquí. No después de lo que pasó. Sería fatal para usted. Prometo ayudarla, es lo único que puedo decirle.
-En la playa de estacionamiento hay dos camionetas… siempre dejan las llaves puestas para que las usen todos.
-Martín arrastró el cuerpo del Motociclista al camastro y lo cubrió con la manta sucia tapándole también la cabeza. El hombre no parecía muy maltrecho pero no había tiempo de buscar algo para atarlo.
-¡Cuidado, desde arriba pueden vernos! –dijo Dalma- Parece que hay una reunión. Mi hijo… todavía está en Montevideo… tengo que ponerlo a salvo.
-Primero salgamos de este lugar.

El Anónimo se acercaba para dispararle a Eduardo en la cabeza. El gordo vio pasar toda su vida en un instante ante sus ojos, pero no los cerró. Quería mirar a la muerte a la cara.
Desde fuera de la cocina, Francisco disparó su pistola y alcanzó en una pierna al asesino. Este giró y apuntó la suya pero Francisco le disparó nuevamente en el pecho. El anónimo cayó inerte al suelo.
-No quise matarlo. Nunca quise matar a nadie -dijo el hombre en voz baja.
Se acerco a las mujeres que estaban en estado de shock. Comprobó que ambas estuvieran bien y acercándose a Eduardo lo revisó, rompiéndole la camisa a la altura del hombro pero sin tocar la lesión. -Es superficial. Se va a poner bien –le dijo- Eduardo estaba pálido más por el susto que por la herida -Entonces ¿Por qué no puedo mover el brazo? -dijo con una mueca dolorida.
-Probablemente por el trauma en el deltoides y la reacción de los nervios de la zona. No hay ninguna arteria rota, sino se estaría desangrando. Le dio un pañuelo limpio y le dijo que lo sostuviera presionando la herida.
Francisco pensó como seguir, porque el asunto aún no había acabado.

En el estacionamiento de la fábrica-cárcel había tres camionetas de doble tracción, cerca de la puerta de la improvisada cocina. El lugar parecía transitado porque según le dijo Dalma, como pantalla y para disimular sus movimientos, le habían permitido a una empresa vecina que la utilizaran como playa de maniobra de camiones.

-Usemos cualquiera, le dijo Dalma a Martín, que se extrañó de ver allí el Porsche 911 de Carlos estacionado junto a las tres camionetas.
-Deje que yo maneje. El de seguridad de la entrada me conoce de verme salir a hacer compras y podremos pasar esa guardia sin problemas. Usted escóndase atrás.
A martín le pareció razonable y así lo hizo. Pudieron atravesar la barrera.
-Deje que maneje yo ahora -dijo Martín- ¿En dónde estamos?
-En el partido de Tigre a veinte cuadras del ramal que comunica con la Panamericana.
-Entonces estamos cerca de casa. Tenemos que ir allí primero.
Mientras Martín tomaba el volante, el Motociclista se incorporaba en la cama de la celda. La cabeza parecía latirle y le sangraba la boca. Escupió dos dientes rotos. -¡Me las van a pagar esos dos! -gritó subiendo a la oficina del galpón en donde Carlos y el otro hombre discutían acaloradamente.
-Ahora tenemos que matarlos a todos, nos van a descubrir. El que contratamos para eliminar a la mujer de Jaramillo Andrade no regresó, ni llamó. Hay problemas.
-¿Por qué tenían que hacer algo así justo ahora cuando estábamos a punto de recuperar el papel que nos inculpaba todos? ¿No se dan cuenta que esto es una terrible complicación?
-Los jefes lo ordenaron –dijo el otro hombre.
-¡Los jefes son unos imbéciles! ¡Ahora todo se les fue de las manos y vamos a ir presos! Tal vez nos maten ellos a nosotros antes de que nos atrapen.
-No si puedo evitarlo –dijo el Motociclista incorporándose al grupo.
Los hombres lo miraron y se percataron de su aspecto lamentable.
-¿Dónde está el abogado? Preguntó el hombre que parecía hacer de jefe.
-Se escapó con la mujer esa. Le dije que ella no era de fiar.
-¡Quien tenía que vigilarlo no era ella! ¡Para eso te pagábamos! ¡Vas a responderles con tu vida a los jefes! ¡Lo van a saber ahora mismo!
-Voy a recuperar al papel y traer de vuelta al abogado con su familia. Parece ser su punto débil.
-Pero que sea antes de la noche. Sino llamo a Colombia.
El motociclista se fue caminando hacia el estacionamiento, Carlos lo seguía dubitativo y dijo –No me importa el papel. Lo voy a matar, después de haber liquidado a la mujer y a la hija.
-¡Dejalos en paz! Ya bastante daño hiciste, escapate con lo que te pagaron y desaparecé. No hace falta que mates a nadie.
-Lo voy a hacer, ya es personal. Ese tipo nos arruinó. Deberíamos haber matado a la hija, mejor a la mujer.
-¡No! -dijo Carlos- ¡Dejala en paz!
-No se meta y váyase con sus millones a alguna isla paradisíaca del Caribe que no me gustaría mancharle ese elegante traje con su propia sangre –le dijo desafiante. Voy a necesitar ayuda de la “fuerza pública” Ese policía comprado Ortega puede ayudar. ¿Viene doctor?
-No voy a matar a nadie.
-¿Usted cree que es distinto que la gente como yo? Los abogados se creen que por que no disparan una pistola no matan. Matan con lo que escriben, las mentiras que dicen y con el dinero que esconden. No me haga reír que estoy ocupado.
-No me de lecciones de filosofía que no se las pedí.
-Bueno, ya era hora de que alguien le dijera que no es tan respetable a pesar de su corbata… ¿Es de seda verdad? –el hombre se subía a la segunda camioneta. Me va a gustar matar a la mujer para que sufra el mal nacido ese de su colega ¡Ja, ja, ja! Debería haberlo visto como se puso cuando le dije que había liquidado a la hija. ¡Ja, ja, ja! -El motociclista siguió riendo mientras se alejaba con la camioneta.
Carlos se quedó allí parado y nervioso. Las dudas lo carcomían. No quería cargar con muertes. Mucho menos la de Mariana. No, la de ella no… ¡No! No lo permitiría. Corrió a su auto, las ruedas del Porsche chirriaron en la marcha atrás y cuando salió de la fábrica. Trataría de evitar que ese hombre le hiciera daño a Mariana. Podía alcanzarlo.

No había tiempo que perder. Había que llevar a Eduardo al hospital, pronto llegaría la policía y no sabían en quién podían confiar. –Entonces ¿Entendiste lo que tenés que hacer? –dijo Francisco.
-Si -asintió Ernesto. Miró su reloj y calculó los minutos que habían de pasar.
Francisco sabía que tenía poco tiempo para llegar a su auto. No podía tardar más de veinte segundos porque el hombre que estaba afuera podía escaparse y lo necesitaban. Era el único que los podía llevar a Martín.
Corrió. Abrió la puerta como una tromba, subió a su auto y lo puso en marcha. El conductor del otro coche adivinó la maniobra y encendió el suyo. Francisco le cerró la salida por delante, hacia la calle de la vía. El hombre puso marcha atrás pero desde el portón de la casa, Ernesto salió velozmente con el coche de Martín y lo interpuso al auto que había comenzado a dar marcha atrás. Trató de ir nuevamente hacia delante pero Francisco parado en la calle ya apuntaba su pistola al parabrisas -¡Deténgase y baje del auto ahora o disparo!

El guardia de la casilla vio todo el movimiento y llamó a la policía.
El conductor se dio por vencido y salió del auto diciendo: No me maten, solo me encargaron vigilar esta casa y nada más.
-Bueno, ahora nos va a llevar a donde está el señor Martín –le dijo Francisco.
-Yo no sé… -Francisco quitó el seguro de la pistola y apuntó a la rodilla.
–No va a morir pero va a quedar lisiado de la pierna izquierda de por vida. Usted elige.
-¡OK! ¡ OK! ¡Lo que diga!
Francisco estaba más tenso que de costumbre. La gente de la embajada no llegaba. No podía dejar sola a Sonia y quería buscar a Martín. Le debía la vida.
-¡Tenemos que llevar a Eduardo al hospital! –dijo Ernesto.
Francisco lo sabía y todo eso debía ser antes de que llegara la policía.
Por la calle de la estación aparecieron los dos autos de la embajada. Inmediatamente, Francisco les dio órdenes: uno debía ir con Sonia a la Embajada y llevar a Mariana si lo deseaba y otro al hospital con Eduardo.
Mariana quiso acompañar a Eduardo. Sonia se despidió de ella abrazándola.
-Bueno, señor -dijo Francisco haciendo lo que mejor sabía- llévenos con sus jefes y sobre todo, lléveme con el rehén.
El auto partió hacia la zona de Tigre, más al norte de donde estaban, aproximadamente a veinticinco minutos de camino.

domingo, 23 de diciembre de 2007

53. Números, letras y otras cosas.

En la casa estaban Mariana, Eduardo y Ernesto sin saber bien que hacer. No querían llamar a la policía hasta saber si Martín se había demorado deliberadamente sin avisarles. Decidieron que si a la mañana siguiente no tenían novedades, la llamarían. Eduardo insistió que en que Mariana se quedara esa noche con su familia, llamó a Verónica para avisarle. Allí estaría segura. Ella no quería dejar sola la casa por si Martín se comunicaba. Ernesto se ofreció a quedarse allí y avisarles lo que fuera. Finalmente la convencieron.
Esa noche Mariana durmió muy mal. Y cuando despertó recordó un sueño: Ella escribiendo en un gran pizarrón negro con números y letras en total desorden, hasta que una luz fuerte la sorprendía desde atrás… allí se despertaba. No le prestó demasiada atención. Quiso volver lo más pronto posible a su casa. Ernesto no había llamado… a eso de las siete de la mañana Eduardo y ella salieron. Verónica la saludó con un beso y la abrazó.
-Bueno, dijo Eduardo… creo que tendríamos que llamar a la policía…
-Si… –alcanzó a decir Ernesto.
Mariana estaba muy pensativa… y de pronto se le ocurrió algo –Esperen. Alguno de los dos acompáñeme a la esquina.
Eduardo y Ernesto la miraron con curiosidad. El chico se ofreció. Cruzaron la calle y llegaron a la esquina. Se acercaron a una casilla de vigilancia.
–Cómo le va señora -dijo el vigilador.
-Quería saber si usted había visto ayer a mi marido salir por la mañana…
-Si, lo vi. Se fue caminando por la calle de la vía, para el lado de la estación.
-¿Caminando? Ah… no subió a ningún auto entonces. Eh… quería preguntarle, sé que ustedes ven los movimientos de estas calles… si habían visto algo raro o que les llamara la atención…
-Bueno, ahora que lo dice, hablamos con los muchachos de la guardia que hay un par de autos que se estacionan enfrente de su casa todos los días desde hace como dos semanas y venimos anotando las patentes… Usted sabe que nadie toma nota de esas cosas, nosotros lo empezamos a hacer por seguridad, pero ahora es por diversión. El que acumula más patentes iguales al final de la semana, gana. No hacemos trampa porque…
¿Usted tiene las patentes de esos autos? –lo interrumpió Ernesto.
-Si, una de ellas es la del auto del policía que ayudó a la hija de la señora el día que casi la… bueno… yo pensaba que los estaban custodiando desde antes o algo, porque mire –el hombre les mostró un listado- acá aparece ese mismo auto en los días anteriores a lo de su hija y en los posteriores también.
-¿Me dejaría ver? Le dijo Ernesto. El hombre le señaló la patente del auto del policía. -¿Mariana a qué hora salió Martín ayer? La hora anotada coincidía con la hora de salida de Martín que más o menos Mariana recordaba. Ella relacionó su sueño con las patentes… Blanco sobre negro…
El hombre les dijo -Es más, uno de los dos coches de esas patentes está en este momento frente a su casa. Mariana y Ernesto apenas cruzaron una mirada tratando de disimular su sorpresa y un poco de miedo.
-¿Me puede prestar los listados? Es importante- dijo Mariana.
-Si, como no ¿Pasa algo…?
-Por ahora no, pero si ve algo raro, por favor no deje de avisarnos.
Ernesto guardó esos papeles y trató de disimularlos. Había alguien vigilándolos frente a la casa y el policía aquel… tenía algo que ver, tal vez con la desaparición de Martín también. Caminaron y ella le hizo una broma tonta a Ernesto para que se riera y poder disimular ante el extraño del auto. No alcanzaban a ver el interior, los vidrios eran polarizados. Pero no era el que le recordaban al policía.
Le contaron todo a Eduardo. Tal vez podrían seguir al tipo que estaba afuera, o hacer algo.
En ese momento sonó el timbre. Mariana observó por la mirilla de la puerta ¡Lo había olvidado! Era Francisco, el custodio de Sonia. Había quedado en que ella la acompañaría a ver a un médico conocido suyo hoy, aquella vez que se vieron en la embajada. En realidad con lo de Martín, todo lo demás había pasado a un segundo plano. No supo bien que hacer, le dijo a Francisco que pasara con Sonia.
Al entrar en la casa el custodio inmediatamente se dio cuenta de que Eduardo tenía un arma en su cartuchera debajo del brazo, la pistola de tiro deportivo que había sacado de la caja fuerte del estudio el día anterior y que siempre guardaba allí. Francisco comenzó a acercar su mano derecha hacia su arma. Eduardo notó el movimiento y la actitud de Francisco, pero no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones, por lo que no hizo nada. Ambos se estudiaron la mirada.

El conductor del auto que vigilaba la casa estaba afuera y había llegado más tarde que Mariana y Eduardo, por lo que no los había visto entrar. Tenía que avisar de la llegada del auto de la embajada y sus pasajeros. Llamó por su radio –aquí Romeo, ¿Me escucha Anónimo?
-El Anónimo soy ¿Novedades?
-Tengo al pájaro que buscaba aquí, tiene cuidador también…
-Ah, bien. Llegaré en aproximadamente… quince minutos.
-Rápido, que me parece que se van. No se quiénes están adentro, solo vi a la mujer dueña de casa y a un chico de unos 20 años.

Mariana se dio cuenta de la tensión entre Francisco y Eduardo y dijo a los recién llegados –Ellos son amigos-. Ambos hombres armados se dieron la mano cautamente. Mariana les contó todo lo que estaba pasando. Francisco se preocupó porque allí estaba Sonia, a quien tenía el deber de cuidar aún a costa de su vida. Tomó el teléfono y pidió que urgente vinieran más hombres de la embajada, pero eso tardaría. Les pidió que se estacionaran a la vuelta y no al frente de la casa. Mientras, tendría que pensar algunas cosas. Le preguntó a Mariana por la disposición de la casa y le pidió que le mostrara los posibles puntos de ingreso. Luego los tres hombres empezaron a revisar que todo estuviese cerrado. Ernesto y Francisco subieron al piso de arriba a asegurar las ventanas.
En el piso de abajo Mariana y Sonia estaban en la cocina. Eduardo trababa las ventanas del lavadero, unido a la cocina por un pasillo interior.
Luego de quince minutos exactos, el Anónimo estaba allí. Con ese nombre le conocían. En los treinta y ocho años de edad que tenía había hecho algunos trabajos como ese y otros no menos graves. Más que nada robos y asaltos.
Al verlo llegar, el auto de guardia le hizo un breve juego de luces. El Anónimo estudió cómo podría entrar a la casa mientras miraba la fotografía de la mujer a la que tenía que matar, Sonia Jaramillo Andrade. Luego bajó del auto.
En la puerta de la cocina apareció sigilosamente la figura del Anónimo. Se había arriesgado a entrar por la puerta principal abriéndola con su juego de ganzúas, luego de cerciorarse de que no había nadie del otro lado, mirando por las ventanas laterales y escuchando desde el jardín. No tenía tiempo para perder.
Allí estaba, parado en el marco de la puerta. Miró a las dos mujeres. Se quedó estupefacto. Salvo por la ropa y algún otro detalle, no había casi diferencias entre cada una de ellas y la foto que le habían dado. Tenía sus códigos, no quería matar a ambas, le habían pagado para eliminar solo a una, pero no tenía mucho tiempo… Si era necesario mataría a las dos. Además ambas lo estaban mirando…
Ellas se quedaron paralizadas de terror detrás de la mesada que las separaba de la puerta en donde estaba ese desconocido y la pistola que las apuntaba. Lo habían visto aparecer de improviso. Mudas, sin capacidad de reacción estaban como petrificadas.
El anónimo pensó que todo parecía una broma. Eran exactamente iguales las dos. Jamás le había pasado algo como aquello. Dirigía su pistola con silenciador de una a otra sin decidirse a disparar.