miércoles, 19 de septiembre de 2007

26. La llave.

Esos tres días pasaron muy lentamente. Sus pensamientos y recuerdos trataban de acomodarse a la nueva realidad que se le había presentado de improviso.
Mariana había estado fenomenal y él trató a su vez de que ella que no se sintiera en la obligación de hacer nada extraordinario. Ambos se dieron cuenta de la solicitud del uno hacia el otro, lo que ya parecía una competencia de atenciones. Al final, los dos terminaron riéndose, resultando todo en una feliz cercanía. Lamentablemente era un acontecimiento como aquel el que los había unido más. Charlaron mucho, a veces de cosas poco importantes. Se llamaron por teléfono para preguntarse por el clima, por qué cosa estaban haciendo y otras tonterías por el estilo, casi como dos adolescentes y aún sabiéndolo, no les importó.
Al tercer día a Martín se le ocurrió ir al estudio en el coche y al poner el arranque la vio. Era la llave de bronce labrada del escritorio de Esteban que le había dado aquella vez, cuando hablaron del cochecito azul y que él había guardado.
En realidad no había querido ir todavía, pero tenía que afrontar a ese lugar tan cargado de significado pero a la vez tan vacío.
A las cinco fue al departamento de Belgrano. Allí lo esperaba la señora que trabajaba para Esteban. Esa era otra cosa en la que tenía que pensar. Aquella mujer necesitaba trabajar. Ya vería que hacer.
La casa estaba como siempre. Se detuvo frente al cochecito azul ¿Qué haría con él? Probablemente lo colocaría en algún lugar de su casa, en una vitrina, como había hecho Esteban. Ese auto ahora no solo le recordaría a sus padres biológicos.
Fue al escritorio y abrió el cajón. Había muchos papeles y sobres con documentos.
En el rincón derecho había una cajita roja con una tarjeta que decía “Para mi querida Lucía, su rosa blanca”. Adentro y con una cadena que parecía ser de plata, había una rosa esmaltada en blanco. El conjunto era antiguo y la cadena tenía una soldadura visible pero de buena factura, probablemente debido a que alguna vez se había roto.
-Éste seguramente era uno de los motivos por los cuales Esteban quería vernos a todos, a Lucia…
También había dos llaves unidas por un grueso anillo de bronce. Una que parecía ser de una puerta exterior de alguna propiedad, tenía un porta etiquetas metálico con la inscripción “Choique”.
-¿Choique? ¿Qué es eso?, se preguntó Martín.
Esteban no tenía, que él supiera, otra propiedad que no fuera ese departamento.
-Martín se llevó las llaves, la cajita con la cadena y reparó en el sobre cerrado a su nombre que no pudo resistirse a abrir inmediatamente.
Allí había una carta de Esteban fechada un mes atrás, y que comenzaba diciendo: “Querido Martín. Escribo estas líneas para que las leas cuando ya no esté. No sé qué me impulsó a hacer esto hoy pero lo creí un deber de índole práctico, después de haber arreglado cuentas en lo que a mi alma se refiere, me pareció que debía hacerlo con mi familia. Se que nadie conoce su hora pero a mi últimamente me ha dado por presentirla…”
Le escribió además que lo quería, pidiéndole perdón por todas sus faltas. Martín naturalmente no había leído un pedido de perdón póstumo, salvo en alguna obra literaria y lo que veía allí llegó a conmoverlo, no sin un poco de dolor y culpa, además de comprobar, en ese pedazo de papel, que realmente Esteban lo había querido. El escrito mostraba una faceta bastante desconocida de ese hombre. Un párrafo le llamó la atención: “Aún después de muerto vas a tener que seguir usando de tu paciencia, parecerá que nunca terminaste de conocerme, pero jamás pude vencer esa incapacidad de comunicarme bien con vos, por lo que te vuelvo a pedir perdón, aunque espero que alguna vez alcances a comprenderme aunque sea un poco…”. Finalizaba con datos del escribano al que debería contactar y le encargaba expresamente que se ocupara de la señora que trabajaba en el departamento.
Ya en su casa, Martín le entregó la carta a Mariana. Lucía los vio hablando y al percatarse de las caras de sus padres, amagó a seguir de largo a la cocina pero Martín la llamó para darle la cajita y la tarjeta con el regalo.
-Es la rosa símbolo de Inglaterra, dijo Lucía.
-¿Como sabés? –le preguntó Martín.
-Es historia. Era el distintivo de los anglos que luego se extendió a todo ese país. En el ambiente del rugby se manejan esas simbologías y… me lo contó una vez Ernesto… Eh… fijáte aquí atrás tiene el nombre de una joyería de… Brighton, cerca de Londres.
-Ah –dijo Martín- ¿Querés que te ayude a ponértela?
-Si, gracias, es muy hermosa y me voy a acordar… -se dio cuenta de que iba a decir algo que podía incomodar a todos y se detuvo.
Mariana terminó de leer la carta y miró a Martín transmitiéndole sin palabras todos los sentimientos que ese papel le había despertado. Esteban era realmente una buena persona; sufrida, en una medida que ella todavía no comprendía.
Esa noche Martín se quedó releyendo la carta hasta que el sueño pudo con él.
De noche se despertó y bajó a la cocina a tomar un poco de agua fresca. Trató de no hacer ruido en la vieja escalera de madera que crujía levemente bajo sus pies.
Mientras bebía miró la cantidad de imanes publicitarios que había en la puerta de la heladera. La mayoría eran de avisos de pizzas o helados con entrega a domicilio, las favoritas de Lucía, y otros rubros varios: empanadas, tortas y sándwiches. Solo de leer le dio hambre. Había además papeles de una compra que había que hacer, algunos broches magnéticos con la cuenta del diario a pagar; incluso en el costado izquierdo, exento de paredes, había cartelitos publicitarios de locales de compostura de calzado, una farmacia…
De pronto creyó estar dormido por lo que vio: Un papel del tamaño de un palmo con un número telefónico. Tenía un membrete de una “L” y una “R” en color verde y debajo de él decía “El Remanso S.A.”
Lo sacó de su broche y se quedó mirando esa hoja, ahí parado, iluminado indirectamente por la luz naranja del alumbrado público de la calle.