miércoles, 26 de diciembre de 2007

54. El día en el que Martín murió. (Capítulo doble)

En la oficina vidriada elevada, el Motociclista hablaba con hombre que había acompañado a Carlos a ver a Martín el día anterior y le decía -Antes de que venga “el especialista” para hacerlo hablar, déjenme intentar una última cosa.
Dalma le llevó a Martín un café con azúcar y un pan, a modo de desayuno. El lo comió lentamente. La mujer no le habló. Miraba con miedo hacia la oficina en donde estaban aquellos dos hombres reunidos.

Aproximadamente media hora después, el motociclista se acercó a Martín y le dijo -Lo siento mucho. Ya sos responsable por la muerte de tu hija. Espero que no lo vayas a ser por la de tu mujer. Le tiró algo brillante a través de la reja.
La cadena de plata con la rosa blanca esmaltada que Esteban le había regalado a Lucía estaba allí en el piso.
Martín nunca se había enterado, Lucía no se lo había contado, que al tratar de escapar del motociclista había perdido la cadena. Él la había guardado y ahora le estaba sacando un inesperado provecho.
Martín no terminaba de creer lo que acababa de oír y lo que estaba viendo. Del suelo tomó aquella cadena brillante. Estaba manchada de sangre, lo que se notaba especialmente en la rosa blanca.
-Bueno, en realidad no sufrió tanto. Mi especialidad es hacer estas cosas rápido. Probablemente hubiera sido peor de alguna otra forma. ¿Entendés el mensaje ésta vez?
Martín comenzó a gritarle todos los insultos que pudo recordar y todas las maldiciones que apenas sabía, hasta que se quedó sin aliento y sin voz.
Allí ensimismado miraba y palpaba aquella cadena enrojecida que pensaba era un recuerdo de su hija que, para él, ya no estaba viva.
Se sintió morir. Comenzó a maldecirse. Él era el culpable por esto. Su hijita Lucía muerta en las manos de esos criminales pero por su propia culpa. Le faltaba el aire, y terminó sentándose en aquel camastro, mirando incrédulo aquel recuerdo que por momentos parecía irreal.
Dalma, a cierta distancia de la reja, contemplaba el sufrimiento de Martín y también la expresión de gozo procaz, casi obsceno del motociclista que disfrutaba al ver el efecto que su idea había provocado.
Martín murió no una, sino varias veces en ese largo rato. Le avergonzaba pensar en tener que mirar a Mariana a los ojos porque él era culpable y ella aún estaba en peligro. Su racionalidad, su seguro, no había servido de nada. Siempre había querido controlar casi todo en la vida pero esto era la muestra más acabada de lo equivocado que estaba. Había provocado la destrucción de su propia hija y posiblemente la de la mujer que amaba. Pero de inmediato y a pesar de todo, se exigió el no dedicarse a contemplar su propio dolor. ¡Mariana! Su sufrimiento se intensificó al pensar en el de ella… Dos grandes lágrimas cayeron de sus ojos, pero… no permitiría más que el dolor lo paralizara… no mientras pudiera hacer algo por ella. Trató de sacar fuerzas de cualquier parte. Pero no era su fuerza lo que lo iba a mover, era Mariana, ella era todo lo que le quedaba. No permitiría que le pasara lo mismo. Les daría el papel solo a cambio de que la dejaran en paz. Aunque lo mataran a él, aunque se viniera todo abajo o se derrumbara el mundo entero.

El Anónimo se dejó llevar por la tensión que aquella situación absolutamente imprevista le había provocado.
-¡Quién es Sonia Jaramillo Andrade! -gritó confuso.
-Nadie le respondió. Mariana y Sonia se miraban incrédulas.
El Anónimo no veía al custodio que debía estar allí. La sorpresa lo había hecho olvidarse momentáneamente de ese hombre.
-¡Hablen o las mato a las dos! ¡Dónde está el custodio!
Mariana abrazó a Sonia, mirando de frente al asesino. Ella no hablaría, no podía reprocharle a Sonia que callara. Estaba dispuesta a hacerle frente a lo que tuviera que suceder.
Ese momento de duda del Anónimo y sobre todo sus gritos, alertaron a Eduardo que sacó su pistola y se asomó brevemente a la cocina, no podía disparar porque las mujeres se interponían entre él y aquel hombre. Debía hacer algo arriesgado aunque con ello se pondría él mismo en peligro. Tenía que intentarlo.

Martín le dijo a Dalma que llamara al Motociclista o al otro hombre.
Ella, mirando siempre a aquel balcón odiado, desde donde a veces vigilaban, se acercó y le dijo -¡Martín lo de su hija tal vez no sea cierto! ¡Yo los oí hablando en la cocina!
-¿Está segura, Dalma? Por favor, se trata de mi hija y dicen que tienen también a mi mujer.
-Creo que eso también deber ser ment…
De la nada surgió el motociclista que había visto a Dalma hablando con Martín.
Su reacción fue brutal. Le pegó de revés en la cara derribándola mientras le decía -¡Te dije perra que no hablaras con él! ¿Querés que te matemos como a la hija de éste?
-¡Porque no te metés con un hombre! –Martín empezó a provocarlo- ¡Te aprovechás de una mujer más débil físicamente! Ya me parecía que muy hombre no eras… Si… Ya te había visto la cara… Martín notó que la burla provocaba el efecto deseado. Si solo pudiera lograr que se acercara... Y siguió: -¿Sabés lo que hacen en las cárceles con los tipos como vos? ¿Qué te pasa, te vas a poner a llorar como una huerfanita? Mirá, acá tengo un pañuelo… El motociclista había comenzado a ponerse rojo y su mandíbula se proyectaba hacia delante. Era un tipo fuerte y no le tenía miedo al desafío de Martín. Sacó un cuchillo de su cintura y dijo. –Vas a hablar, un poco tajeado pero vas a hablar. Martín vio como abría la celda. Ahora tendría por lo menos una desesperada oportunidad entre mil. Tomó la manta sucia de la cama y se la enroscó en el brazo a modo de defensa. El tipo empezó a acercarse y a blandir su cuchillo. Parecía saber lo que hacía. Martín no sabía como saldría de esa situación, pero no podía seguir allí lamentándose sin hacer nada.

Eduardo gritó desde la puerta -¡Al suelo!- Mariana se arrojó al piso con Sonia, detrás de la mesada, fuera del alcance del Anónimo. Él ahora tenía el campo libre para disparar, pero el Anónimo lo hizo primero. El tiro, casi mudo por el efecto del silenciador, le pegó a Eduardo en el hombro derecho, brazo con el que sostenía la pistola, pero él, antes de caer hacia la pared, alcanzó a disparar. El tiro rozó las costillas del lado izquierdo del Anónimo. Éste último disparo resonó en aquella cocina, su pistola no tenía silenciador. Intentó levantar nuevamente el brazo pero no pudo moverlo.
-Para ser el famoso custodio de los Jaramillo Andrade parecés bastante torpe –le dijo el Anónimo, mientras accionaba el retroceso de la pistola para prepararse a un nuevo disparo, mirando crecer la mancha de sangre de su propia camisa. Eduardo se había recostado sobre la pared y observaba a Mariana como pidiéndole perdón por no haber podido hacer más.

El motociclista asusaba a Martín con el cuchillo mientras le decía ¿Qué tenés para decir ahora bocón? Estoy eligiendo en donde hacerte el tajo. En la lengua no va a ser ¡Ja, ja! Esa parte la necesitamos entera.
-Martín no se amilanó y lo incitaba diciendo: -Probablemente me puedas hacer algo, pero te va a costar. Cuando acabó de decir eso en su rostro de dibujó una casi imperceptible sonrisa. Desde atrás, Dalma, con toda la furia de que fue capaz, golpeó al Motociclista con la silla que estaba fuera de la celda y que Carlos había usado. El hombre se inclinó hacia delante sin emitir sonido. Martín aprovechó y con su rodilla lo golpeó en el mentón. Cayó de espaldas, inconsciente.
-Gracias Dalma. Rápido ¿Cómo salimos?
-Salimos… Yo… mi hijo… -la mujer dudó.
-No tiene sentido quedarse aquí. No después de lo que pasó. Sería fatal para usted. Prometo ayudarla, es lo único que puedo decirle.
-En la playa de estacionamiento hay dos camionetas… siempre dejan las llaves puestas para que las usen todos.
-Martín arrastró el cuerpo del Motociclista al camastro y lo cubrió con la manta sucia tapándole también la cabeza. El hombre no parecía muy maltrecho pero no había tiempo de buscar algo para atarlo.
-¡Cuidado, desde arriba pueden vernos! –dijo Dalma- Parece que hay una reunión. Mi hijo… todavía está en Montevideo… tengo que ponerlo a salvo.
-Primero salgamos de este lugar.

El Anónimo se acercaba para dispararle a Eduardo en la cabeza. El gordo vio pasar toda su vida en un instante ante sus ojos, pero no los cerró. Quería mirar a la muerte a la cara.
Desde fuera de la cocina, Francisco disparó su pistola y alcanzó en una pierna al asesino. Este giró y apuntó la suya pero Francisco le disparó nuevamente en el pecho. El anónimo cayó inerte al suelo.
-No quise matarlo. Nunca quise matar a nadie -dijo el hombre en voz baja.
Se acerco a las mujeres que estaban en estado de shock. Comprobó que ambas estuvieran bien y acercándose a Eduardo lo revisó, rompiéndole la camisa a la altura del hombro pero sin tocar la lesión. -Es superficial. Se va a poner bien –le dijo- Eduardo estaba pálido más por el susto que por la herida -Entonces ¿Por qué no puedo mover el brazo? -dijo con una mueca dolorida.
-Probablemente por el trauma en el deltoides y la reacción de los nervios de la zona. No hay ninguna arteria rota, sino se estaría desangrando. Le dio un pañuelo limpio y le dijo que lo sostuviera presionando la herida.
Francisco pensó como seguir, porque el asunto aún no había acabado.

En el estacionamiento de la fábrica-cárcel había tres camionetas de doble tracción, cerca de la puerta de la improvisada cocina. El lugar parecía transitado porque según le dijo Dalma, como pantalla y para disimular sus movimientos, le habían permitido a una empresa vecina que la utilizaran como playa de maniobra de camiones.

-Usemos cualquiera, le dijo Dalma a Martín, que se extrañó de ver allí el Porsche 911 de Carlos estacionado junto a las tres camionetas.
-Deje que yo maneje. El de seguridad de la entrada me conoce de verme salir a hacer compras y podremos pasar esa guardia sin problemas. Usted escóndase atrás.
A martín le pareció razonable y así lo hizo. Pudieron atravesar la barrera.
-Deje que maneje yo ahora -dijo Martín- ¿En dónde estamos?
-En el partido de Tigre a veinte cuadras del ramal que comunica con la Panamericana.
-Entonces estamos cerca de casa. Tenemos que ir allí primero.
Mientras Martín tomaba el volante, el Motociclista se incorporaba en la cama de la celda. La cabeza parecía latirle y le sangraba la boca. Escupió dos dientes rotos. -¡Me las van a pagar esos dos! -gritó subiendo a la oficina del galpón en donde Carlos y el otro hombre discutían acaloradamente.
-Ahora tenemos que matarlos a todos, nos van a descubrir. El que contratamos para eliminar a la mujer de Jaramillo Andrade no regresó, ni llamó. Hay problemas.
-¿Por qué tenían que hacer algo así justo ahora cuando estábamos a punto de recuperar el papel que nos inculpaba todos? ¿No se dan cuenta que esto es una terrible complicación?
-Los jefes lo ordenaron –dijo el otro hombre.
-¡Los jefes son unos imbéciles! ¡Ahora todo se les fue de las manos y vamos a ir presos! Tal vez nos maten ellos a nosotros antes de que nos atrapen.
-No si puedo evitarlo –dijo el Motociclista incorporándose al grupo.
Los hombres lo miraron y se percataron de su aspecto lamentable.
-¿Dónde está el abogado? Preguntó el hombre que parecía hacer de jefe.
-Se escapó con la mujer esa. Le dije que ella no era de fiar.
-¡Quien tenía que vigilarlo no era ella! ¡Para eso te pagábamos! ¡Vas a responderles con tu vida a los jefes! ¡Lo van a saber ahora mismo!
-Voy a recuperar al papel y traer de vuelta al abogado con su familia. Parece ser su punto débil.
-Pero que sea antes de la noche. Sino llamo a Colombia.
El motociclista se fue caminando hacia el estacionamiento, Carlos lo seguía dubitativo y dijo –No me importa el papel. Lo voy a matar, después de haber liquidado a la mujer y a la hija.
-¡Dejalos en paz! Ya bastante daño hiciste, escapate con lo que te pagaron y desaparecé. No hace falta que mates a nadie.
-Lo voy a hacer, ya es personal. Ese tipo nos arruinó. Deberíamos haber matado a la hija, mejor a la mujer.
-¡No! -dijo Carlos- ¡Dejala en paz!
-No se meta y váyase con sus millones a alguna isla paradisíaca del Caribe que no me gustaría mancharle ese elegante traje con su propia sangre –le dijo desafiante. Voy a necesitar ayuda de la “fuerza pública” Ese policía comprado Ortega puede ayudar. ¿Viene doctor?
-No voy a matar a nadie.
-¿Usted cree que es distinto que la gente como yo? Los abogados se creen que por que no disparan una pistola no matan. Matan con lo que escriben, las mentiras que dicen y con el dinero que esconden. No me haga reír que estoy ocupado.
-No me de lecciones de filosofía que no se las pedí.
-Bueno, ya era hora de que alguien le dijera que no es tan respetable a pesar de su corbata… ¿Es de seda verdad? –el hombre se subía a la segunda camioneta. Me va a gustar matar a la mujer para que sufra el mal nacido ese de su colega ¡Ja, ja, ja! Debería haberlo visto como se puso cuando le dije que había liquidado a la hija. ¡Ja, ja, ja! -El motociclista siguió riendo mientras se alejaba con la camioneta.
Carlos se quedó allí parado y nervioso. Las dudas lo carcomían. No quería cargar con muertes. Mucho menos la de Mariana. No, la de ella no… ¡No! No lo permitiría. Corrió a su auto, las ruedas del Porsche chirriaron en la marcha atrás y cuando salió de la fábrica. Trataría de evitar que ese hombre le hiciera daño a Mariana. Podía alcanzarlo.

No había tiempo que perder. Había que llevar a Eduardo al hospital, pronto llegaría la policía y no sabían en quién podían confiar. –Entonces ¿Entendiste lo que tenés que hacer? –dijo Francisco.
-Si -asintió Ernesto. Miró su reloj y calculó los minutos que habían de pasar.
Francisco sabía que tenía poco tiempo para llegar a su auto. No podía tardar más de veinte segundos porque el hombre que estaba afuera podía escaparse y lo necesitaban. Era el único que los podía llevar a Martín.
Corrió. Abrió la puerta como una tromba, subió a su auto y lo puso en marcha. El conductor del otro coche adivinó la maniobra y encendió el suyo. Francisco le cerró la salida por delante, hacia la calle de la vía. El hombre puso marcha atrás pero desde el portón de la casa, Ernesto salió velozmente con el coche de Martín y lo interpuso al auto que había comenzado a dar marcha atrás. Trató de ir nuevamente hacia delante pero Francisco parado en la calle ya apuntaba su pistola al parabrisas -¡Deténgase y baje del auto ahora o disparo!

El guardia de la casilla vio todo el movimiento y llamó a la policía.
El conductor se dio por vencido y salió del auto diciendo: No me maten, solo me encargaron vigilar esta casa y nada más.
-Bueno, ahora nos va a llevar a donde está el señor Martín –le dijo Francisco.
-Yo no sé… -Francisco quitó el seguro de la pistola y apuntó a la rodilla.
–No va a morir pero va a quedar lisiado de la pierna izquierda de por vida. Usted elige.
-¡OK! ¡ OK! ¡Lo que diga!
Francisco estaba más tenso que de costumbre. La gente de la embajada no llegaba. No podía dejar sola a Sonia y quería buscar a Martín. Le debía la vida.
-¡Tenemos que llevar a Eduardo al hospital! –dijo Ernesto.
Francisco lo sabía y todo eso debía ser antes de que llegara la policía.
Por la calle de la estación aparecieron los dos autos de la embajada. Inmediatamente, Francisco les dio órdenes: uno debía ir con Sonia a la Embajada y llevar a Mariana si lo deseaba y otro al hospital con Eduardo.
Mariana quiso acompañar a Eduardo. Sonia se despidió de ella abrazándola.
-Bueno, señor -dijo Francisco haciendo lo que mejor sabía- llévenos con sus jefes y sobre todo, lléveme con el rehén.
El auto partió hacia la zona de Tigre, más al norte de donde estaban, aproximadamente a veinticinco minutos de camino.