miércoles, 3 de octubre de 2007

30. Gorrión de invierno.

-Escribano, ¿Entonces usted no tiene inconvenientes?
-Martín, usted sabe como abogado que no sería procedente que yo lo autorizara…

-Si, lo sé, pero tengo que hacerlo. Preferiría no tener que esperar a que termine.
-Bueno, siendo así, voy a avisar entonces para que todo esté dispuesto.
Al cortar esa comunicación, llamó a Mariana.
-Hola mi amor, ya está todo arreglado –dijo Martín mientras miraba unos mapas.
-Bien, ¿Cuándo querés que nos vayamos?
-Cuando quieras.
-Entonces mañana a la mañana. No tengo trabajo atrasado ¿Te parece bien? -Irían a Córdoba a conocer la casa aquella.
Al no estar iniciada la sucesión, él no podía ir, tomar posesión de ella, ni nada por el estilo. Eso era lo que había hablado con el escribano y, ante su insistencia, había aceptado hacer una excepción. Después de todo, era el heredero testamentario. Además él tenía esas llaves que estaba seguro que abrirían lo que fuera que se encontrara allí. No necesitaba que nadie se lo dijera.
Luego de la sorpresa inicial, entendió que Esteban habría tenido motivos para no hablarle de ello, aunque no podía entenderlo. Tenía que ir a allí. Era algo que necesitaba para reconciliarse del todo con él.
Ese viaje con Mariana, a un lugar aparentemente desconocido, además tenía otro propósito: salir unos días para estar con ella y dedicarle la atención que no le había dado desde hacía tiempo. Cuando se lo contó, ella aceptó encantada y reaccionó como esperando el momento de poder estar solos, fuera de casa y en otro lugar, aunque fuera por unos pocos días.
Él había reservado hospedaje en un lugar que recién se había abierto y que le recomendaron en ese pueblo, La Cumbre, en donde estaba la casa misteriosa, de la cual solo había visto una vieja foto.
Pero tenía miedo. Miedo de lo que podría encontrar.
Sabía que algo de allí podría significar un golpe definitivo, tal vez mortal, a la imagen que trataba de formarse de Esteban. Pero por otro lado deseaba confiar en él. No hacerlo en este momento sería como no creer en si mismo. Recordó su despedida en el cementerio… entonces ¿Cómo podía ahora desconfiar?
Después de todo, si hubiera querido ocultar esa casa, podría haberse desecho de ella de muchas formas, pero la había dejado… y se la había dejado a él…
Esa propiedad pertenecía a Esteban desde hacía treinta y tantos años pero por algún motivo, no había querido que él lo supiera. Tenía que ir. De alguna manera era como averiguar algo de si mismo, no podía explicar cómo, pero así lo veía.
Sea lo que fuese que encontrara, sabía que no podría dejar de lado sus emociones y por eso necesitaba a Mariana. La necesitaba a su lado, como había estado siempre.

-Pobrecita mi Mariana -se dijo- y vino a su memoria todo lo que ella había sufrido con su enfermedad, del golpe que le había significado esa operación y el ver truncados sus deseos de ser madre nuevamente… tan joven.
Recordó que en aquella época él le había escrito unos versos… ya casi lo había olvidado… unos versos desprolijos, viscerales, donde torpemente volcaba sobre un papel cualquiera, aquellas palabras balbuceantes, que le decían de su amor sin nombrarlo, añorándola, mientras ella estaba en aquel hospital.
Decían algo así…

Piel sedosa, de recuerdo tierno,
el agua que escapa entre mis dedos,
sin color, ni sabor tan solo el frío,
de tus manos que prontas se me fueron.

Caricias nuevas traerá la mañana.
Volveré allí desvaneciendo memorias,
y trataré de cambiar aquella historia
de temores, adioses y de olvidos.

A la vera de la cama que no es mía,
el aire dulce, una mirada tibia.
No seré yo, serás tu mi compañía,
la duermevela de vigilia amanecida.

Recordaba como desde aquella cama trataba de esconder las manos en las suyas, buscando consuelo, como el gorrión de invierno busca refugiarse de la lluvia fría en el hueco de un plátano que no puede detener la lluvia que lo hiere…
Y Lucía, tan chiquita… Temió que se quedara sin su madre. En realidad, ¡Cómo habían sufrido los dos!
Deseó abrazar a Mariana, sin apuros, sin tiempo, mansamente, pero no estaba allí. Sobrevoló calles, árboles, avenidas y hasta los mismos pájaros para llegar a verla.
-Hola Mariana.
-Si Martín –dijo ella desde el otro lado de la línea de teléfono.
-No es nada, solo quería escucharte.
-¿Te pasa algo? Esa voz…
-Te quiero.
El silencio fue ganando tiempo.
-Yo también te quiero.
No se dijeron mucho más. No hizo falta.
Al cortar, se dio cuenta de que hacía muchos años que no le había dicho algo así por teléfono. Le pareció tener veinte años menos. ¿Eso era cambiar las cosas? En el fondo de su alma pensó, deseó, quiso, que sí.
Luego se sorprendió de cómo había llegado a todo esto, desde la casa de Córdoba a Mariana. Se inventó una respuesta y la llamó “línea afectiva”. Una invisible línea que unía a Mariana, Lucía, Esteban, la casa de Córdoba ¿La mujer del sueño? (¿Su madre, tal vez?). Su familia allí presente.
Por la mañana saldrían para Córdoba, a La Cumbre, a encontrarse con lo que fuera.