miércoles, 11 de julio de 2007

6. Rompecabezas.

A la noche se había dormido solo. No escuchó acostarse a Mariana y tampoco lo había despertado esa mañana. Eran como las nueve, aunque siempre se despertaba temprano los sábados. Le dolía la cabeza. –Es el vino- se dijo.
Después de afeitarse, bañarse y vestirse bajó a prepararse un café; allí estaba Mariana, siempre linda con jeans y de entrecasa; tenía su pelo rubio atado con una colita que le caía sobre la espalda y un sweater rosa. Ella se le acercó para darle un beso con expresión seria.
-Si ya sé, fui un estúpido, dijo Martín sin mirarla intentando adelantarse.
-No, no sos estúpido. Nunca lo fuiste. No se que te pasó anoche, en realidad no se que te pasa Martín. ¿Me querés contar…?
-Se me parte la cabeza.
-Bueno, eso se arregla con un par de aspirinas, pero me refiero a lo otro ¿qué fue todo ese espectáculo de anoche? No sabés como está Lucía.
-Lucía… atinó a decir Martín.
-¿Te pasa algo conmigo? Por favor quiero saberlo.
-Ya te dije estoy cansado.
-Si, pero cuando estás cansado no tomás whisky, no te acabás una botella entera de vino, no me hablas con monosílabos, no maltratás a un pobre chico y de paso a tu hija, y a mi no me cuentes, porque con lo otro ya creo que es suficiente -Dijo Mariana sin el menor signo de enojo, pero muy seria.
-¿Está Lucía?
-No, se fue a la facultad. Tenía clase hoy.
-Querés que te lleve al súper o algo…
-No, quiero que desayunes algo y después que hablemos.
-No es nada con vos…
-Si, si es, porque si estás mal vos, estoy mal yo. Siempre hablamos las cosas y tan mal no está lo que tenemos, por lo menos eso creía. Ahora debe ser algo especial porque sinó te entendería o vos me contarías. –Se escuchó el llanto del bebe desde el piso de arriba y Mariana lo miró a los ojos antes de subir.
Martín se sirvió un café negro sentado en un banco alto de la cocina; apoyado en la mesada, se agarró la cabeza y dejó escapar una especie de bufido.
Pensó que mejor era hacer algo de ejercicio. Fue al garaje a sacar la máquina de cortar el césped; eso le evitaría un diálogo que no quería tener, porque no sabría qué decirle a Mariana.
Cuando ya había encendido la máquina, ella salió unos pasos por la puerta de la cocina con el bebé en brazos, pensando que él se iba a acercar, pero no lo hizo y con un gesto de resignación, volvió a entrar.
-Qué hacés, enano.
-Uy, gordo volviste. -Su mejor amigo y socio del Estudio, Eduardo, se hizo oír por entre la enredadera que daba a la calle.
-No, todavía estoy en Córdoba ¿No te avisó Celia que volvía anoche?
Eduardo era más alto que Martín; con un metro ochenta y cinco centímetros y ciento diez kilos era el típico pilar de rugby; llamaba la atención su pelo casi rojo y su pecho fuerte, aunque ya tenía una incipiente panza.
-Te esperaba a la tarde para la paleta… pero no importa. Es que ayer me fui temprano y llamé a Celia solo para decirle que no volvía. Pasá por el garaje.
¿Y esa barba? -Le dijo Martín riéndose.
-Las chichis cordobesas me lo rogaron, dijo acomodándose el cuello de la camisa con aire de ganador.
-Bueno espero que a la cordobesa que tenés en tu casa también le guste.
-No, no le gusta y dice que me afeite, ja, ja, pero hasta el lunes no lo hago.
-Cómo te fue con lo de Bioalimentos.
- No enano, el fin de semana solo trabajo si no me queda otra, igual todo bien, en la oficina hablamos.
-Che… gordo… que bueno que viniste –Dijo Martín en voz baja.
-¿Que pasa? ¿Te peleaste…?
-No, pero si sigo así de loco eso va a pasar de un momento a otro.
-¿Cómo se llama?
-¿Quién?
-La otra mina que tenés, porque vos nunca te peleaste con Mariana que yo sepa.
-No, no es eso, creo.
-Ah, “creo”. Ahora decíme el nombre.
Martín le contó como pudo lo que le había pasado desde el miércoles.
Eduardo y él eran inseparables, se conocían desde la secundaria y se habían hecho amigos después de una pelea a trompada limpia por una pavada. Eduardo le había ganado pero Martín, que era del equipo de atletismo del colegio y no había hecho un mal papel. El hecho de enfrentar a esa mole le había hecho ganar la admiración de sus compañeros. Y la pelea, como suele suceder, les había despertado mutua admiración y una amistad casi instantánea.
Martín era al único al que permitía llamarlo gordo y Eduardo en contrapartida le decía “enano” a pesar de que le llevaba solo unos pocos centímetros de altura.
Y el “enano” no fue muy explícito cuando llegó a contar la parte de Jiménez de Lorea, pero el gordo lo entendió igual.
- No se que decirte, me desconcertás. No entiendo bien. Vos siempre fuiste el lógico, el mesurado y el que me ayudaba a mí. No se que clase de calentura tenés con esa mujer. ¡Recién la acabás de conocer!
- No se, la vi tan sola y la abracé…
- Si yo también quiero “abrazar” a todas. Sabés que oportunidades no me faltan pero no voy a joderme la vida por una pavada. Creo que lo que tengo con Verónica, entre otras cosas seis hijos, lo vale ¿No? Seré bruto y alcohólico…
-Ex alcohólico.
-Lo que sea, pero no voy a tirar mi vida por la ventana y vos tampoco, antes te mato -Le decía mientras le mostraba el puño derecho con tono amenazante. El puño cerrado de Eduardo era casi tan grande como la cabeza del bebe de siete meses que tenían Martín y Mariana ahora.
-¿Cómo están Verónica y los chicos?
-Bien, los mellizos preguntan por su tío Martín y les prometí que te iba a llevar.
- Bueno. Ah, lo ví también a Carlos…
- Uh, ¿Que quería?
- Nada, me lo encontré de casualidad.
- Bueno enano, tenemos que seguir esto, me voy. Tengo que llevar a los chicos a su partido. Saludá a Mariana. ¿Querés venir a casa a la tarde?
- Dale.