miércoles, 25 de julio de 2007

10. El cochecito azul.

Allí estaría sin duda.
No puedo recordarlo sin pensar en todo aquello, aunque ya no signifique lo mismo.
Lo deseé muchas noches y muchos días interminables.

Lejanas habían quedado las lágrimas por ese cochecito azul de colección, que tío Esteban guardaba en la vitrina de su living del departamento de Belgrano.
Se lo había pedido. Había rogado, suplicado.
Si apenas hubiera podido tenerlo en mis manos por un instante, hubiera sido completamente feliz. Así lo creí.
Ese pequeño juguete fue dilatando mi deseo en un anhelo de posesión absoluta, ansioso y creciente.
Sabés que no habría podido robártelo. No hubiera sido lo mismo. Lo quería, pero deseaba además que vos me lo dieras.
¿Por qué nunca lo hiciste? ¿Por qué jamás quisiste prestármelo ni por un minuto siquiera?
Imaginaba que podías tener todos los modelos, colores y tamaños. Llegué hasta a pensar que, si querías, habrías tenido el original de cada uno.
Me diste otras cosas. Aviones a escala, barcos antiguos, trenes que serpeaban su vapor por incontables metros de vía y otros coches, muchos. Juguetes carísimos y a veces exóticos de Shangai, Singapur o Yokohama; de Alejandría, Trieste o Nápoles; Amberes, Liverpool o Hamburgo, adonde viajabas durante meses y nunca pude acompañarte.
Soñé con ése pequeño fuego azul. ¿Sabías que me despertaba llorando muchas noches?
¿Alguna vez supiste que otras tantas lo hacía preguntándome porqué no querías dármelo?
¿Sabías que me lastimabas y que esa herida se agrandaba cada vez más?
Creía, bien se ahora que eso no era cierto, que mi cariño por vos hubiera sido perfecto si me lo hubieras dado.
Mucho tiempo, tal vez eras, tuvieron que pasar para que me prohibiera hacerte esa pregunta hasta que aprendí a no decir ni pensar en el porqué.
Me engañaba tratando de convencerme de que jamás te iba a interrogar otra vez.
Allá a lo lejos quedó mi cara caliente y mojada mirando la vitrina. Con mis dedos tocaba el vidrio, apenas lo alcanzaba. Esos centímetros que me faltaban para llegar hasta él se convertían en distancias inimaginables. Desde allí presentí desiertos tormentosos, montañas oscuras y mares interminables, sucediéndose unos a otros. Siempre.
No hay cosa que haya dejado de hacer para que supieras que lo quería.
Tu cara imperturbable de gesto lejano me confundía.
Llegué a pensar en un castigo, que yo era para vos una carga indeseable, o tal vez en el odio. Pero me demostraste luego que estaba equivocado.
Imaginé también que me veías malo. No, no fue así.
Y después crecí. Otros lugares, otros amores se sucedieron, pero en el fondo, después de todos mis días, de los meses que separan las primaveras de los otoños, seguí recordando ese cochecito azul que todavía está en la vitrina de tu living del departamento de Belgrano.